“Os llevo en mi corazón” 

Flp.1,17

La comunicación más íntima, la más verdadera, la he celebrado con vosotros desde el corazón que se sabe habitado por cada uno, por todos.

 

Era una vez una viejecita, una peregrina, una itinerante, siempre ambulante. Un día, al anochecer, llegó a su pueblo y quiso hospedarse allí. Buscó alojamiento de casa en casa, pero no halló un lugar para pasar la noche. “Los suyos no la recibieron”. Siguió camino hacia delante. Ya entrada la noche, decidió quedarse en el campo, en un huerto de almendros. Se acurrucó y se dejó cubrir por el misterio de la oscuridad bien espesa. Entrada la noche empezó a nevar. Hubo ventiscas y ventoleras. Pronto la nieve lo había cubierto todo. La noche iba avanzada, cuando de repente se desgarran las nubes y aparece un cielo azul colmado de estrellas y también la luna.

Decimos, y es cierto, que tras la tormenta viene la calma. En esas horas de tormenta parece que todo se para, se detiene y todo lo frágil parece que está a punto de desaparecer. Lo que es débil: el rosal, una flor, una rama, se entristece y el tronco es como un sollozo inacabable. Nadie puede ahogar el estruendo de la tormenta. Hasta que al desgarrarse las nubes todo vuelve a recobrar su hermosura, hasta lo más indefenso de la naturaleza. ¡Qué ardorosa confianza la que despierta un cielo azul estrellado! ¡Qué sorpresa, qué sobresalto! no de miedo, sino de esa alegría que salta al verse acariciada por el azul del cielo. La luna descansa sobre el campo, sobre los almendros, sobre la nieve inmaculada. La peregrina, al ver tanta belleza se sintió ensimismada, y notó que de lo hondo de su corazón brotaba gozo, paz y alegría. Se puso de pie y volvió la vista hacia el pueblo que le había rechazado, toda su mirada, toda su alma no era más que gratitud hacia sus habitantes. Si la hubieran recibido no hubiera vivido el éxtasis de tanta inesperada belleza. Cuando nace la luna todo recobra el color natural: los almendros, la ladera, la colina. Aparece la belleza oculta en la oscuridad.

Una enfermedad es como una nevada, con alguna ventisca; hasta con algún trueno. Y uno ha de permanecer acurrucado bien dentro. También se desgarran las nubes y aparecen las estrellas y la luna. Antes se convive con una cierta debilidad corporal, con la fragilidad humana, y también con una  soledad dichosa y pacífica, con el silencio invisible. Cada instante tiene su fulgor, su fragancia y aroma.

No puedo menos de confesaros que todos vuestros latidos, todas vuestras vibraciones me han tocado, me han alcanzado. Y del valle íntimo de mi ser ha brotado gratitud hacia vosotros.

El silencio hace jardín la soledad. Como que he nacido de una rosa viva, como que he brotado de dentro, del cáliz virgen del silencio que es vacío y llenura, que es nada y es todo. Soy hijo del cáliz de una flor.

La vida nos va meciendo suavemente, amorosamente. Como si fuéramos de la noche al día, del día a la noche; de lo visible a lo invisible, de lo invisible a lo visible; de la oscuridad a la lumbrera del alba y del amanecer; de la presencia a la ausencia, de la ausencia a la presencia. Esta aparente diversidad es unidad. Todo se vuelve uno.

Sí, en el silencio he visto cuanto he visto y he sabido cuanto sé. La recompensa de la nevada es la de poder volver dentro.

Cada día veo con más claridad que el silencio no se prueba, se experimenta, se muestra, se vive.

Él, “el amigo de la vida”, ha querido que permanezca aquí. Sé que no me necesita. Sé que nada se debe a mí. Soy eterno deudor de su amor.

Siento que están brotando alas y pronto podré alzar el vuelo.