EL SILENCIO FUENTE DE LA DICHA

"Bienaventurados los pobres"- Mt 5,3

Era tan pobre, tan pobre, que ni figura de hombre tenía. Se había olvidado hasta de su figura terrestre. Ser pobre no sólo de recursos. No sólo de objetos. Ser pobre sobre todo porque se ha desprendido y despojado, no sólo de proyectos, de lo horizontal, de la tierra, de negocios, de industrias, de haciendas y de cuentas bancarias. Se es pobre quizás, y sin quizás, porque uno se ha desinteresado y desapropiado de su función, de su imagen, de las opiniones sobre él, de los juicios que van de boca en boca, de la representación. Cubiertos por esos cortinajes queda uno a oscuras.

No somos tan pobres cuando contamos con la buena reputación de los demás, de las opiniones a favor nuestro. Casi, casi, como los políticos cuyo afán es consumir encuestas y ver las “corrientes de opinión”, las subidas y bajadas, las alzas y las bajas, la imagen que tienen de nosotros, la sensación que damos. La misma Iglesia hace sus encuestas y se ocupa de crear una buena imagen.

¡Cómo cuesta olvidar ese paraíso creado, inventado por nuestra falsa ilusión! Consumimos representaciones, opiniones, funciones. Queda uno desfallecido de tanto consumir. ¡Cómo cansan esas funciones, cómo fatigan esas representaciones!

El silencio nos alcanza, nos llega y nos inunda cuando dejamos de ser consumistas de todo eso. En el puro silencio nos volvemos pobres verdaderos; nos volvemos también dichosos.

¡Qué amargo el humo de esos bosques, de esas ramas que no nos dejan ver lo verdadero!

Por fin dejamos de ser ese personaje, de ser esa función. Es mejor dejar de convivir con esas imágenes que nos tapan y ciegan y engañan, y convivir con la luna, con las estrellas, con los ríos, con los océanos, con los pájaros. Son más verdad que las opiniones, las representaciones y las funciones.

Es en el silencio donde se adivina el ser misterioso que somos.

En esos adioses el alma se estremece y resucita una dicha oculta, la del ser escondido y recubierto. Nada puede sustituir ese ser hondo, ese manantial.

Las heridas del silencio duelen. Pero no cicatrizan. La enfermedad del amor que brota no tiene cura. Y es una bendición que no pasa, que alcanza la eternidad.

Nunca somos el que aspiramos a ser. En el silencio nos negamos a descansar en lo secundario y superficial, en esas almohadas fingidas y engañosas.

En el silencio vamos al encuentro del ser que grita y canta nuestra verdad. Más bello que lo que suponíamos. En estos adioses, en esas muertes, no se hace luto por nada. Se acabó el fingimiento y resucita la alegría.

Nuestra verdad, nuestra dicha está detrás de esas imágenes que nos recubren, detrás de esas representaciones que nos agobian, detrás de esas funciones que nos asfixian. El silencio nos deja sin nada, en la verdad. Se es cuando no queda nada, cuando “todo se ha consumido”.