UN HETERODOXO EN EL SILENCIO

 

FERNANDO SUÁREZ FERNÁNDEZ

 

En estos días se cumple el primer aniversario de la muerte del dominico José Fernández Moratiel, un hombre excepcional quien, durante cuarenta años, alentó en hombres y mujeres de toda condición y geografía una nueva manera de ser y de estar en el mundo. Durante  todo este tiempo estuvo vinculado al convento de Santo Domingo de Pamplona, aunque su actividad se desarrolló por toda España y América.

 

Fue un hombre singular y auténtico, eminente tanto por su hombría de bien como por su espiritualidad. Sin salir de su boca ninguna crítica amarga, con el testimonio de su vida y su palabra, cuestionó muchas instituciones y concepciones religiosas empobrecidas, desfasadas, faltas de autenticidad.

 

Perteneció por derecho propio a ese reducido y selecto grupo de personas que lograron vivir una profunda experiencia religiosa camino de la unión con Dios y la amistad con los hombres.

 

Para el P. Moratiel, la salvación del hombre está en su propio corazón, pues es aquí donde se deja oír la llamada a toda plenitud personal, y es aquí donde Dios y el hombre se encuentran y se entienden. Las búsquedas, aspiraciones y esperanzas más nobles del corazón humano son a la vez invitación a su realización humana y religiosa. En silencio y desnudo de intereses, escucha la palabra del bien y la verdad, nos diría él.

 

Multitud de grupos humanos compartieron su experiencia y viven hoy un camino racional de realización humana y religiosa.

 

Pero ¡Ay!, toda especie viviente o individuo humano que no se adapte al medio desaparece. De nada sirve que su vida traiga aires nuevos, que sea coherente, que su concepción de la realidad sea óptima y adecuada a los tiempos, innovadora e incluso brillante. El orden establecido en cualquiera de los aspectos de la vida, el religioso por ejemplo, lo expulsará. En el mundo de lo religioso, es tal la carga histórica de  tradiciones, de instituciones, de cristalizaciones del pasado elevadas a la categoría de dogmas, que el agua limpia del mensaje primigenio se enturbia e incluso llega a desaparecer bajo los elementos asfixiantes de un aparato gigantesco de poderes, instituciones, compromisos ...  y claro, de millones de personas cuya  supervivencia depende de conservar y retener.  Este aparato  gigantesco se dota de todo tipo de armas defensivas: ideológicas, intelectuales,  mediáticas...  hasta convertirse en fortaleza inexpugnable.

 

Así, quien intente vivir una opción que vaya directamente a las fuentes de su fe, obviando tantas cosas accesorias, o  ruines, o miserables, o simplemente materia historiográfica, morirá en el intento.

 

Quizá no le acusen de hereje y le lleven a la hoguera, ya no es tiempo. Pero le llamarán raro, extraño, extravagante, disidente. Quizá no se atrevan siquiera a dedicarle ninguno de estos calificativos. Pero sobre él caerá la damnatio memoriae que aplicaban los romanos a los enemigos o disidentes de su statu quo. Ellos borraban sus nombres de estelas y monumentos, pero aquí sería suficiente con dejar propagarse los líquenes sobre su tumba hasta borrar su nombre.

 

Cuando nos hacen creer que el bien es lo establecido, que la verdad es lo que nos enseñan y que cualquier otra propuesta es marginal y desequilibrante, cualquier otra opción no convencional será rara, ruin, miserable, o perniciosa.

 

Seguramente nadie que haya conocido al padre Moratiel se atreva a arrojar sobre su vida o su mensaje la más tenue sombra, pues su bondad, su honestidad, la fidelidad a su fe cristiana, la amistad para cuantos a él se acercaron, su confianza ilimitada en un Dios salvador, la fidelidad a su condición de hombre y de religioso hicieron de él un hombre eminente. Fue un auténtico pobre de Yavé.

 

Nadie se atreverá a sacar filo a las navajas para herirle, pero aquellos que le conocieron y fueron agraciados con su amistad y con el testimonio de su vida no podrán olvidar su nombre. Y sus hermanos dominicos, con quienes compartió la vida y para quienes fue ejemplo de saber estar y de fraternidad cristiana, cogerán de sus manos, ya caídas, la antorcha luminosa que portaba, impidiendo que los líquenes destruyan su nombre y su memoria.

 

Pamplona, 8 de marzo de 2007

Fernando Suárez Fernández