“Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tu vete

y anuncia el reino de Dios” Lc 9,6o

 

Está muerto:

 

el que está gravitando hacia el pasado,

el que vive bajo el imperio de la costumbre, del hábito,

el que vive retenido, estancado, anquilosado,

el que su comportamiento es un repertorio de reacciones impensadas, no elegidas,

el que cree lo que oreen los otros, y siente lo que sienten los demás,

el que vive en la periferia, en los linderos de la superficie, de lo social.

el que descansa en los soportes de fuera,

el que vive asomado al exterior, vertido, derramándose,

el que vive en lo convencional,

el evadido, el desertor de su interior,

el que vive “desterrado” de su tierra,

el que está absorbido por lo cuantitativo hipertrofiado para ver otro panorama,

el que vive adaptado a los modos preestablecidos, sin espontaneidad, sin creación,

el que se complace en conformarse a ritmos heredados,

el que se preocupa no de su intimidad, sino de la decoración de su contorno,

el que vive en un régimen cuyas pautas son las recetas, las costumbres,

las fórmulas, ausente de lo original y primitivo,

el que vive aprisionado por la burocracia, la administración y la programación,

el que vive dominado por la técnica, penetrado de esa inundación gigante,

el que tan solo ama las formas de las cosas, y no el espíritu que se puede inocular en ellas,

el que está más atareado en labrar el paisaje que el interior,

el que expedienta a los otros y es inacabable el inventario de reproches,

el que no puede vivir, mantenerse en pie, si no es comparándose con los demás, midiéndose con ellos sin cesar,

el que hace alarde de sus logros, de sus méritos, con pretensiones de grandeza,

el que se halla ahogado en sus residuos de experiencias pasadas, que le ciegan,

el que vive domiciliado, fijo, instalado, momificado,

el que vive sin libertad,

el que vive superlativamente interesado en su rango, en su porte, desindividualizado

el que está agarrado, atado a algo.

 

Fr. Moratiel