Excursión al VALLE DEL SILENCIO - 2007

 

 

 

 

 

 

 

VALLE DEL SILENCIO

 

Iniciamos nuestra excursión al VALLE DEL SILENCIO, una hermosa mañana de julio acompañadas de un espléndido sol que no nos abandonará en toda la jornada.

 

Desde León tomamos la autovía en dirección a A Coruña hasta Ponferrada y allí la carretera que nos lleva hasta Santiago de Peñalba, por lo que deberemos cruzar los pueblos de San Lorenzo, San Esteban de Valdueza, Valdefrancos y San Clemente de Valdueza.

 

Llegamos al pintoresco pueblo de Santiago de Peñalba, donde nos encontramos un grupo de jóvenes exhaustos, tumbados en el pavimento, al final de la carretera, que vienen corriendo desde Ponferrada. Sin duda un buen trecho.

 

Damos un breve paseo por el pueblo.

Es un pueblecito pequeño, pero elegante, pintoresco, de calles cortas y empinadas, propio de la ubicación, todas las calles muy cuidadas y limpias, y con un curioso sistema de riego que las cruza, sin que haga falta ningún mecanismo para que el agua se deslice suavemente por el centro de la calzada.

 

Comenzamos el recorrido a pie hacia el Valle del Silencio, un agradable señor del pueblo nos confirma el sendero a seguir, y nos aconseja que no tengamos prisa, el recorrido no es muy largo de 30 a 45 minutos, pero tiene sus cuestecillas. Es una caminata que termina en la cueva de San Genadio, pero realmente el encanto y la belleza están en el propio recorrido, que es donde se vive, se percibe y se ve el encanto del lugar.

 

Es difícil describir la naturaleza en todo su detalle porque cada uno percibe características del lugar de forma distinta, lo que sí está claro es que la mayor parte del recorrido es casi como un cuento de hadas.

 

La mayor parte del camino queda cubierto por ramas entrelazadas que forman un pasadizo natural donde la luz, se filtra suavemente, dándole un encanto especial, mágico y misterioso a la vez.

 

Durante todo el trayecto nos acompaña el sonido del correr del agua que transcurre casi paralelamente al camino. Es un río de aguas limpias, claras y frescas y en su recorrido sin pausa, el agua va saltando por encima de las pequeñas rocas ofreciéndonos un agradable chapoteo y una música cantarina. El río, un poco más bajo que el camino, nos ofrece ese frescor de lo oculto, los musgos, los helechos y los árboles que le limitan tienen un verdor hermoso y una espesura de plantas y árboles que sombrean su recorrido.

 

Algunos de los árboles que indican el recorrido deben ser más que centenarios, a pesar de su oquedad de base, misteriosamente mantienen su continuidad en ramas tan gruesas como otro árbol.

 

La cuesta se hace notar para aquellos que no estamos acostumbrados a la naturaleza; al cruzar el río se agradece el poder refrescarnos en esa agua fresca.

 

Cruzarnos con la gente que vuelve o va más aprisa, es toda una alegría, porque allí parecemos conocernos todos; los “buenos días” o algún breve comentario es un lenguaje habitual en los parajes naturales. Cosas en verdad curiosas si uno lo piensa.

 

Al llegar a la cueva notamos enseguida el cambio de la temperatura. En la cueva de San Genadio se aprecia una pequeña diferencia de grados al estar situada a mitad de la montaña. Según cuentan, San Genadio fue obispo y al final de su vida se retiró como eremita a esta cueva. El santo es popular en esta zona y cuenta con sus devotos, aunque, curiosamente, esto no se aprecie en el deseo de los lugareños de poner este nombre a sus descendientes. Una imagen suya en el interior le representa como obispo. Un pequeño altar y un libro facilitan la estancia en la cueva a quienes deseen recogerse unos minutos o dejar constancia de su paso por el lugar.

 

Unos minutos en el interior nos permiten descansar del paseo y gozar de la agradable temperatura que el lugar ofrece. No tenemos prisa y, por lo mismo, reposamos tranquilamente un rato en esta recóndita zona. No podemos avanzar más. Nos lo impide un cercado que bordea el camino.

 

Regresamos por el mismo sendero. Mientras algunas recogen orégano y pericón, otras hacemos fotografías. El camino de regreso nos parece quizás algo más suave; el sol a estas horas del día cae con fuerza y algunos mosquitos nos acribillan con su diminuto aguijón, pero hay que reconocer que el lugar es encantador en esta época del año. La naturaleza parece vestirse con sus mejores galas ofreciéndonos toda la gama de verdes y ocres, salpicados por el vistoso colorido de las diminutas florecillas. No faltan tampoco mariposas que surcan con alegría el aire y nuestros ojos siguen con interés sus devaneos por el camino.

 

         

 

El bar del pueblo nos acoge con hospitalidad leonesa. Allí descansamos y disfrutamos un espléndido almuerzo con el que reponemos fuerzas. Probamos con fruición diversos productos de estos lares: queso, embutidos y, cómo no, un buen vino de la tierra que alivia por un momento nuestro cansancio. Así pusimos punto final a esta inolvidable excursión por el Valle del Silencio. 

 

M. Àngels

León, 30 de julio de 2.007