Quisiera referirme 
      a una frase de San Pablo que al P. Moratiel le gustaba mucho. De tal 
      manera que encabezaba una de las tarjetas que él escribió: “Apareció la 
      ternura y el amor de Dios” (Tit 3,4). Entre las frases que él empleaba 
      para comentar estas palabras de San Pablo están estas tres: “Si lloras, 
      estoy deseando consolarte”.“Si eres débil, te daré mi fuerza y mi 
      energía”.“Si tienes miedo, te llevo sobre mis espaldas”.
       
      
       El P. Moratiel 
      empleaba con frecuencia cuentos para expresar las verdades que quería 
      transmitir. Por eso, os voy a relatar un cuento, que algunos de vosotros 
      ya conocéis, para comentar la frase de San Pablo y esas tres frases suyas. 
      El cuento se titula Tadeo.
       
      
      Tadeo es un hombre 
      casado y con un hijo. Acaba de jubilarse y espera poder vivir con 
      tranquilidad el resto de sus días. En su interior, de manera escondida, 
      siempre ha latido la necesidad de que “alguien lo lleve en sus brazos”. 
      En una tarde en que están solos padre e hijo decide no seguir luchando 
      contra esta imperiosa necesidad que siente. Se vuelve hacia su hijo y le 
      pide que lo coja en sus brazos. Naturalmente el hijo piensa que a su padre 
      le pasa algo anormal, que está enfermo, pero Tadeo le asegura que goza de 
      perfecta salud. Se produce entonces una breve y extraordinaria 
      conversación en la que el padre confiesa su necesidad de ser consolado. 
      Tenerlo en brazos unos minutos, es el modo en que aspira a ser consolado. 
      Al final de esta conversación, el hijo decide coger en brazos a su padre. 
      Pero el cuento no termina aquí. Tadeo comienza a salir a la calle y a 
      pedir a los transeúntes desconocidos que lo lleven en brazos. Cada día 
      volvía a casa con la ropa rota, magullado… No le importaba que miles de 
      personas se negaran a cogerlo en sus brazos, con tal de que una lo 
      hiciera. Adelgazó para hacerlo más fácil, abandonó su casa, dormía en los 
      parques, bajo los puentes, comía de los contenedores de basura… Todo lo 
      compensaba con tal de ganar algún adepto. El cuento concluye así: “esos 
      breves momentos de estar en los brazos de un semejante eran la 
      justificación de su vida. Y tal vez, ya que predicaba con el ejemplo, los 
      seres humanos podrían darse a la hermosa tarea de llevarse en brazos los 
      unos a los otros”. 
      
       
      
      El P. Moratiel 
      comprendió muy bien esta necesidad imperiosa que tenemos los seres humanos 
      de ser consolados, de ser considerados, de ser llevados en unos brazos que 
      nos acojan y brinden amor. Toda su vida, principalmente en su etapa de la 
      Escuela del Silencio, trató de consolar, animar, llevar en sus anchos y 
      amorosos brazos a muchas personas. Pero no se quedaba ahí. Su gran ilusión 
      era llevar a esas personas a los brazos de Jesús de Nazaret, nuestro Dios, 
      que son unos brazos más anchos y más amorosos que los de cualquiera de 
      nosotros.
      
       
      
      El P. Moratiel al 
      ofrecer sus brazos y su corazón a tantas personas no hizo sino imitar a 
      Jesús de Nazaret, a nuestro Dios. Jesús de Nazaret, conoce perfectamente 
      cuáles son las necesidades de todo corazón humano, conoce la arcilla de la 
      que estamos hechos. Es Él, el que nos  ha modelado. Conoce bien que la 
      necesidad más imperiosa de nuestro corazón es la de llegar a amar y ser 
      amados por personas concretas. Que en ese camino largo y difícil del amor, 
      a veces, se producen heridas, decepciones, fracasos… y necesita ser 
      consolado, necesita sentir los brazos amorosos de alguien que le quiera, 
      de alguien en quien depositar sus afanes, sus fracasos, sus alegrías, sus 
      tristezas, sus miedos, sus esperanzas… Necesita el consuelo de unos brazos 
      amorosos que le den también  fuerzas  para seguir viviendo el amor con 
      sentido. Porque lo que no puede es renunciar a amar y ser amado.
       
      
      Jesús de Nazaret, 
      conocedor de la necesidad que sienten Tadeo, Carmen, Alejandro,  Teresa, 
      José, vino justamente para ofrecernos el consuelo y la fuerza de sus 
      brazos amorosos, de su persona. “Venid a mí los que estáis cansados y 
      agobiados y yo os aliviaré”. Y como el buen pastor, si nos encuentra 
      heridos o perdidos, es capaz de cargar con nosotros en sus hombros, en sus 
      brazos, para que sintamos que alguien de carne y hueso nos quiere, nos 
      acoge, no nos abandona. Y si nos alejamos de él, como el hijo menor, y nos 
      despistamos en la vida y vamos buscando encontrar la dicha en brazos que 
      piden dinero y que no dan amor… Él está cada tarde esperando nuestro 
      regreso y, al vernos volver, sale a nuestro encuentro, nos tiende sus 
      anchos brazos, nos acoge, nos abraza, nos cubre de besos y… nos sigue 
      ofreciendo su amor, en forma de perdón y de consuelo. Realmente con Jesús
      “apareció la ternura y el amor de Dios”.
       
      
      Jesús, como hombre, 
      también sintió la necesidad del amor, la imperiosa necesidad de que 
      alguien le llevase en sus brazos, que no le abandonase y que no le 
      hiciese sentir la devastadora frialdad de la soledad afectiva. Cuando en 
      los últimos metros de su vida, después de un juicio injusto, es condenado 
      a muerte, siente el abandono de todos sus amigos… suplica al Padre que le 
      lleve en sus brazos. “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. 
      ¡Cuantas veces el P. Moratiel habrá dirigido esta misma petición a nuestro 
      Dios: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”… Su vida ha sido 
      un estar en los brazos de nuestro Dios. Y en su muerte igual, ha seguido 
      en manos de Dios. Y como Dios no abandona a sus hijos, ni en la vida ni en 
      la muerte, le ha resucitado para siempre a una vida donde se disfruta de 
       la plenitud del amor y donde el desamor no tiene cabida.  “Yo soy la 
      resurrección y la vida, el que cree en mí aunque muera vivirá y vivirá 
      para siempre”.
       
      
      Una verdad 
      elemental entre nosotros es que Dios llama constantemente a las puertas de 
      nuestro corazón: “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguien me 
      abre entraré y cenaré con él”. Si le dejamos, Jesús de Nazaret se 
      instala en nuestro corazón y, sin hacernos perder nuestra personalidad, va 
      retocando, remodelando nuestro corazón para que sea cada vez más humano y 
      más divino, y reaccione siempre a lo Cristo. Es lo que siempre hemos 
      llamado proceso de cristificación, donde dar la vida por el hermano 
      es una tarea continua. Fue lo que hizo el P. Moratiel a lo largo de su 
      existencia: dejar que Cristo habitase en su corazón y se lo transformase.
       
      
      El P. Moratiel en 
      su libro “La sementera del silencio”, tiene un capítulo titulado “Un 
      camino de misericordia” y en él dedica unas palabras a Sto. Domingo, 
      nuestro fundador, hombre también lleno de misericordia. Me parece, y creo, 
      sin exagerar, que también reflejan quién fue nuestro hermano José 
      Fernández Moratiel: “El semblante de Santo Domingo de Guzmán irradiaba 
      un cierto resplandor, y todos presumían de ser sus amigos. Era porque su 
      corazón fue inmensamente misericordioso. Pero podía ser para los demás 
      porque estaba inmensamente asentado. Había echado raíces en la profunda 
      presencia de Dios en su corazón. Su presencia era un estímulo que creaba 
      paz y fraternidad”. 
       
       
      
      (Fr. Manuel 
      Santos, Prior Provincial, Prov. de España).
      
      Pamplona, 14 de 
      Febrero de 2.006