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	Son sus palabras P. Moratiel: 
	
	“Esta pequeña Ermita, este pequeño 
	campo, esta pequeña explanada es como el espejo de nuestra alma. (…). Es mi 
	tierra (…). Este entorno despierta cariño y afecto. Y nunca saldré de este 
	contorno, nunca me olvidaré, nunca me iré de aquí. Vaya donde vaya me 
	acompaña el sosiego y el espíritu de esta zona, de esta Ermita mirando 
	siempre al cielo. (…)…entrar aquí es como entrar en una luz y en una paz sin 
	fin, en una confianza en la vida.” 
	
	Hasta aquí sus palabras entresacadas de 
	un escrito más extenso. 
	
	  
	
	“Nunca saldré de este contorno. Nunca 
	me iré de aquí”. De verdad que no se ha ido. De ningún sitio. Pero 
	especialmente de aquel contorno. Qué fiesta nos preparó el sábado 7 de 
	junio, con su presencia en mil detalles, y de mil maneras diferentes. 
	  
	
	El sol brilló durante todo el día, desde 
	que salió hasta que se puso lentamente. La alegría era patente en todos, 
	serenamente. La unidad de los reunidos- convocados a la fiesta, fue más 
	visible una vez todos sentados a lo largo de una gran mesa familiar primero, 
	y después, en la Ermita, alrededor de otra “mesa”… 
	  
	
	El orden, la unidad, la plenitud, eso 
	que usted decía que eran los componentes del corazón, reinaron hasta el 
	final. Y todo esto sin decir todavía nada de la Naturaleza, del cosmos, como 
	usted diría. La Naturaleza que, junto con la Palabra y con nuestro interior, 
	son los tres lugares donde podemos encontrar al Invisible. Son sus 
	enseñanzas… 
	
	  
	
	La Naturaleza brilló, literalmente, 
	llena de color, durante todo el día y en todos los lugares: en los “campos” 
	pintados de marrones, de verdes, de rojo de amapolas, de amarillo y morado 
	de pequeñas florecitas silvestres. 
	  
	
	También brillaba en sus “choperas”, 
	tantas veces recordadas por usted. En su firmamento, el techo que a todos 
	nos cubre y cobija. 
	  
	
	Pero como toda gran fiesta, también ésta 
	tuvo su remate, su culminación. Era el regalo que usted todavía nos hacía al 
	atardecer, con la puesta de sol. Era un panorama inmenso, sin límites, 
	contemplado desde el alto donde se encuentra el templo mozárabe (s.X) de San 
	Miguel, ya en el municipio de Gradefes. ¡Grandioso!. Pero ni Salomón en todo 
	su esplendor, se vistió con el colorido que el cielo, el firmamento, 
	desplegaba para nosotros en aquella hora: por un lado, cielo y nubes de un 
	azul grisáceo indecible. Por el otro, una gran nube de un intenso color 
	naranja. Y de frente… de frente un cielo brillante, casi cegador por un sol 
	que no se dejaba ver, pero que teñía todo el firmamento sin horizontes, de 
	tanto resplandor y color que lo mismo se podía pensar en estar viendo el 
	cielo o el mar. El brillo era el mismo que el de una puesta de sol sobre el 
	mar: las mismas líneas horizontales, entre naranjas, amarillas y doradas muy 
	intensas. ¿Cómo decirlo? “Inefable, indecible” dirías tú. 
	  
	
	La Naturaleza resplandecía en verdad 
	para nosotros. ¿Cómo no pensar en ti, verte, saber que aquello era la 
	plenitud de los regalos que nos ibas haciendo a lo largo de todo el día?. 
	
	  
	
	No es extraño que un día dijeras “nunca 
	me iré de aquí”. Allí lo tenías todo: el amor familiar, la naturaleza 
	desbordante, los campos, las choperas, tus raíces, tu casa que tanto te 
	inspiró siempre…y te sirvió para enseñarnos tus secretos. 
	  
	
	“Es mi tierra”, escribiste. Sí. 
	La tierra que te vio nacer, y también la tierra que ha sido bendecida con tu 
	existencia. 
	  
	
	No te vayas nunca de allí. Ni de aquí. 
	Ni de todo el ancho mundo que ahora, en este instante –como dirías- sufre y 
	necesita de tus manos, de todas “vuestras” manos. 
	
	  
	
	Tu tierra, su serenidad y su armonía, 
	también van en nuestro corazón y nos acompañan siempre. Y volveremos a ella. 
	  
	
	Y que ninguna amenaza, ninguna sombra 
	pueda arrebatarnos esa delicia, ese equilibrio y esa aurora. 
	
	Tus palabras siempre son las mejores. 
	  
	  
	
	Discípula del Silencio 
	
	Sábado, 7 de junio de 2.008  |