"LA HOJITA" septiembre - 2.007 HOJITA"  Marzo - 2.007

En el N. 46 que corresponde al mes de Septiembre de 2007 se incluye, en portada, el siguiente artículo:

"ATARDECER EN LA PEÑA DE FRANCIA"

El sol estaba terminando de hacer su recorrido diario -se estaba poniendo el sol, solemos decir-, en una de las tardes serenas y tranquilas de la primavera pasada. Por las cumbres de la Sierra de la Estrella, en las queridas tierras portuguesas, el astro rey, que nos había acompañado durante media jornada, iba desapareciendo lentamente con sobria y sencilla elegancia.

 

El privilegio de asistir en silencio a la despedida de la luz de cada día, en el inmenso y silencioso horizonte, inunda el espíritu de profundos sentimientos. Si el sol al amanecer: es vida, es fuerza, es luz radiante...; su presencia es el día. Cuando va cayendo la tarde: es frágil, es nostalgia, es candela que se consume...; su ausencia es la noche. Pero el comienzo y el fin de su peregrinación diaria por nuestro pequeño mundo siempre con una belleza sin igual.

 

En estos amaneceres y atardeceres de la Peña de Francia se contempla y se refleja la vida humana, con sus luces y sus oscuridades, con sus alegrías y sufrimientos. Hay como una sintonía entre el astro rey, que aparece y desaparece en los confines del horizonte, y los sentimientos más profundos del misterioso corazón humano. A veces después de una jornada vibrante de gozo, tenemos que acoger la oscuridad de un sufrimiento o el declive lógico de nuestra existencia... ¡Tantas luces y tinieblas se turnan a diario en el misterio de la vida humana!

 

Alguien ha escrito contemplando en soledad una de estas bellas puestas de sol: “Está agonizando la tarde con gran sosiego. No cansa este silencio con que el sol se va muriendo. ¡Ay compañero de mi alma algo se llevan de mí estos heridos rayos de luz cuando del cerro van desapareciendo! No sé qué es; no puedo saberlo. Ni siquiera el horizonte inmenso, es capaz de dar cobijo a lo que siente mi corazón abierto”.

 

También nosotros, –pequeños astros luminosos, estrellas fugaces del firmamento-, tenemos que recorrer una hermosa órbita durante la jornada de nuestra vida. Asumir las nostalgias y declives del camino recorrido, pueden y deben ser, de una belleza tan profunda y misteriosa, como las puestas del sol en los atardeceres de cada día... No obstante, siempre soñaremos y creeremos en un nuevo y definitivo amanecer. Tenemos una herida incurable y un suspiro abierto de eternidad.

 

En el libro del Apocalipsis, impregnado de amaneceres eternos, al presentir la nueva y definitiva morada, se nos dice: “No habrá ya noche, ni tendrá necesidad de luz de antorcha, ni de luz de sol, porque el Señor Dios los alumbrará...” (Ap. 22, 5). Pero mientras la tarde de nuestra vida va cayendo, haremos bien en dejarnos acompañar de Jesús el Resucitado, como los dos discípulos de Emaús, suplicándole: “Quédate con nosotros pues el día ya declina”. Necesitamos el aliento y ánimo de Jesús, el Sol Radiante que ya nunca tiene ocaso, vencedor de la muerte: “Porque anochece ya, porque es tarde, Dios mío, porque temo perder las huellas del camino, no me dejes tan solo y quédate conmigo!”