Pensemos en cómo era nuestra cotidianidad antes de la crisis económica y comparémosla con la actual. En esa brecha temporal y vital, crecen dos de sus legados más crueles: la normalización de la pérdida de derechos y la invisibilidad de esta en el día a día. Son casi diez años de asfixia entre las cuatro paredes de miles de hogares españoles.

    Entretanto, hemos sido testigos de recortes en los servicios sociales, de la pérdida de estabilidad laboral y del empobrecimiento de parte de la población. Agentes sociales llevan años denunciando la emergencia habitacional y energética que se vive en el país. Hay que poner sobre la mesa uno de los agravios menos tangibles de la imperante falacia económica: la vulneración del derecho a la alimentación de las personas, es una realidad cercana pero poco tangible, es uno los despojos con los que estamos acostumbrados a convivir.

    La situación económica ha modificado nuestros hábitos alimentarios y ha afectado a nuestra seguridad alimentaria. Hasta la crisis, hablábamos de seguridad alimentaria en términos de preservación de la seguridad, salubridad e higiene de los alimentos. Ahora ya no: hablar hoy de esta cuestión es referirse al grado de dificultad con que las personas obtienen sus alimentos y logran solventar sus necesidades.

     Lo primero que uno entiende cuando quiere hablar de hambre en España es que de todas las caras de la pobreza, la del hambre es la menos visible. Cuantificamos el paro, la fluctuación del producto interior bruto, se lucha por hacer un registro de las familias que han perdido su casa en manos de los bancos. Pero no hay datos oficiales sobre el hambre en España, lo que hay son indicadores de pobreza. Así, dentro del embalaje del hábito de la escasez, el hambre es algo confuso que a menudo se da por hecho, pero en el que raramente se pone el foco.

     A esta falta de visibilidad, tampoco ayuda el imaginario colectivo. Cuando pensamos en hambre, a menudo nuestro imaginario nos remite a imágenes de cuerpos asolados por grandes hambrunas. O a clichésque, cada vez más, dibujan el lienzo de la pobreza urbana. Así, fácilmente podemos pensar que en los hogares españoles el derecho a la alimentación está garantizado. Y mucho menos ayuda el debate entre los que difieren sobre si en España se sufre malnutrición o desnutrición, mientras sus casos de estudiados hacen malabares para tener qué cenar.

    ¿Se pasa hambre en España? Si dudan, acérquense a una asociación de vecinos y pregunten. Allí encontrarán las explicaciones más sensatas, porque, como decía una de ellas, "quitarse" lo de la comida es lo más fácil, porque lo gestionas tú, no es como cuando tienes que pagar el recibo de la luz que no tienes más opción. Pregunten cómo se alimenta uno con un presupuesto agotado y quizá oigan a contar que para él nutrirse ha pasado de ser una actividad de disfrute a una necesidad. Incluso les pueden hablar de cómo congelan yogures que están a punto de caducar para que duren más. Hay tantas maneras de padecer hambre como de combatirla y no se trata solo de llenar la barriga, sino de tener acceso a una buena alimentación.

    En un momento en el que los gobernantes hablan de un hipotético final de la crisis económica en España, exponer la vulneración del derecho a la alimentación de la población no es sólo necesario, sino que pone de manifiesto, cada vez más, cómo el sistema económico actual y los poderes que lo sostienen empujan a la población a vivir al margen de derechos vitales.

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