En los tiempos que vivimos el diálogo sereno, sincero y abierto debiera ser el santo y seña que dominase las relaciones entre las personas, los pueblos y sobre todo, los responsables de las gestiones públicas. Nada hay más importante en el quehacer actual para intentar resolver las muchas y muy graves situaciones que atraviesa la Humanidad.
Hay dos campos que preocupan en diferente modo. De un lado el político, en el que parecen diluirse las razones de Estado, que siempre deben tener la prioridad porque afectan a todos los ciudadanos y tienen consecuencias inmediatas para su bienestar y sus sufrimientos. De otro, en el campo eclesial, la búsqueda apasionada de la Verdad, que se impone por sí misma y une los entendimientos y… los corazones. Esta Verdad que no es una entelequia, sino la expresión encarnada del ser mismo de Dios, mostrándose como Camino para que todos, todos los hombres del planeta tenga vida en abundancia.
Y ambas están en juego en este momento. Por encima del interés común, se pretende imponer lo particular y eso acarrea dolor y daños difícilmente reparables. Las políticas de Estado no pueden esconder intereses mezquinos de partidos, sino con toda claridad recoger las exigencias de los ciudadanos en quienes reside el poder soberano. No son los políticos los dueños del destino de los Pueblos, sino sólo, empleados públicos, asalariados del soberano que los ha colocado en ese puesto para que gestionen limpiamente el bien común, atendiendo a la diversidad que nos enriquece mediante la comunión de las culturas y regiones. Hablar sobre ello es urgente e imprescindible. Dialogar, creyendo en el diálogo desde la sinceridad de las posturas que buscan encontrarse y encontrar los mejor para todos sin excepción.
La “pasión por la Verdad” que Dios quiso grabar en lo más íntimo del ser humano deberá ser ocupación para todos. Hay que despojarse de las falsas seguridades en las que nos encerramos por miedo a poder ser convencidos por el otro. De ahí que el diálogo sereno sea el instrumento más adecuado para acercarnos los unos a los otros. Entender que la diversidad es un don de Dios y que esta diversidad se expresa en la cultura de los pueblos y en la expresión de la única Fe que nos une.
El miedo que producía en ciertos círculos eclesiales la publicación de la “Pacem in terris”, testamento de San Juan XXIII, se intuye presente en algunos sectores de la Iglesia ante las indicaciones de Francisco para una renovación en profundidad de toda la Iglesia. Ese miedo al cambio no es otra cosa que falta de fe. Se habla mucho de ella pero se tiene muy poca, porque de tenerla, sin miedo seguiríamos los impulsos del Espíritu que a toda la Iglesia anima y en cada bautizado actúa.
Hablar con todos, hablar siempre, tratar sobre todo de entenderse.
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