ESCUELA DEL SILENCIO

P. José F. MORATIEL

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ESPERAR COMO SIN ESPERAR NADA

 

Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.

Dijo Dios: "Haya luz"; y hubo luz.

Y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas."

Gn, 1,1-4

 

La obra de la creación de Dios es una obra que se re-crea o se actualiza cada instante. Es la eterna re-creación de Dios.

 

En estas primerísimas palabras del Génesis hay como una invitación para que vigilemos, de modo que en nosotros no haya ningún caos, de modo que en nosotros no haya ninguna confusión, de modo que en nosotros no haya ningún desorden. Dios en ese desorden pone orden y en esa oscuridad pone luz. Es toda una invitación para que nosotros también advirtamos que los desórdenes, que la confusión, que el caos que advertimos en la vida es una llamada, por así decir a una transfiguración.

 

En realidad, todo esto nos invita a vivir con los hechos vigilantes a los episodios de nuestra relación, de modo que tampoco nos escapemos de ellos. No hay que escaparse de la confusión, no hay que huir del caos, sino más bien hay que vivirlo, y desde ese caos o desde ese desorden, crear un orden. En esa confusión crear un nuevo orden, un nuevo equilibrio, no hay que condenar nada, no hay que condenar ese hecho que nos hace sufrir, no hay que justificarlo, no hay que vivir a la defensiva, no hay que justificarse, no hay que ambicionar nada; aun cuando a veces que algo de eso nos haga sufrir.

 

Nuestro ego no se transforma, nuestro ego no se va a transformar. Nuestro ego ha de morir. Eso sí. Se ha de extinguir.

 

Nosotros soñamos con su transformación. Nosotros soñamos con otros hábitos, con crear otros hábitos, soñamos con crear otras costumbres, con crear otros modos, otras formas, nosotros soñamos con crear otras estructuras, pero realmente nuestro ego, hay que reconocerlo, no se va a transformar, debe de morir, debe ir consumiéndose, por eso hemos de tener paciencia con él, hemos de tener paciencia con nosotros mismos, y por eso hay que aprender a estar con los hechos, con las horas, con los acontecimientos, estar con ellos como son; aún cuando realmente ellos a veces nos hagan sufrir. El saber estar así con las cosas, el saber estar así con las personas o con los diversos acontecimientos que, en la vida, tenemos que vivir, pues eso va a estimular, eso va a activar esa sabiduría interior y por eso, ese sufrimiento puede ser sagrado.

 

El sufrimiento que activa esa sabiduría profunda, digamos que es un sufrimiento que es como una bendición para nosotros.

 

Otro es el sufrimiento en el que uno se centra en si mismo, se centra en su exterioridad y ese sufrimiento puede ser inútil, por no decir que a lo mejor es casi… casi, mezquino, porque nos sentamos en nuestra superficie y uno va girando en torno de si mismo. Puntualizar o intensificar, en este sentido, todas las expectativas es muy peligroso.

 

Las expectativas siempre engendran un reduccionismo, engendran o crean una limitación. Son limitadoras, reductoras y por eso a veces pienso, e incluso sospecho, que no habría que esperar nada. No esperar nada. No esperar nada con estas formulaciones, no esperar nada dando un nombre a esta esperanza, no esperar nada dando una limitación, objetivando esa esperanza, esperar como el que no espera nada. Sencillamente. Porque entonces, no nos llevaremos ninguna decepción. La expectativa siempre encasilla, la expectativa siempre cuadricula, la expectativa asfixia siempre todos nuestros encuentros y todas nuestras relaciones. Creo que es muy arriesgado expresar, nombrar nuestras esperanzas. Es mejor esperar como sin esperar nada.

 

Toda nuestra vida es una esperanza, pero no le ponemos ningún adjetivo, no adjetivamos, no nombramos nuestra esperanza. Nada. Es mejor así. Entonces es una esperanza inmensa. Una esperanza no limitada por nuestras concepciones o por nuestros deseos o por nuestra imaginación o por… nada. Porque nosotros, sin darnos cuenta, vamos poniendo nombres y sopesando y midiendo y mensurando nuestras esperanzas. ¿Cuántos encuentros provocan decepción? decimos –yo esperaba esto- o -yo esperaba lo otro- y nunca se cumple lo esperado.

 

Realmente Dios es el que nunca cumple lo que esperamos en este sentido, pobres de nosotros si cumpliera lo que esperamos. Aun cuando a veces esto nos puede resultar un tanto extraño. Hay un pasaje muy hermoso que hace referencia a esto (Carta a los Efesios 3,20-21) donde dice: “Al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a Él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos.” Es decir, ¡Dios nos da copiosamente más de lo que pedimos! ¡Nos da más de lo que esperamos! ¡Más de lo que podemos desear! por eso lo mejor es ni pedir, ni esperar… nada, estar en un gesto de apertura ilimitado.

 

Os decía que no hay que aguardar la transformación de nuestro ego, iba a decir que por otra parte no hay que aguardar ninguna transformación. La transformación sucede cuando nosotros vamos estando sencillamente atentos, atentos en nuestro trabajo, en nuestro ocio, en nuestro descanso, en nuestro tiempo libre… es decir, la transformación sucede cuando nos dedicamos al silencio o cuando nuestra dedicación es el silencio, quiero decir, es esa vigilancia, esa atención, ese estado de alerta. Por eso no basta con crear un espacio de silencio, aun cuando eso es justo y está bien, lo importante es crear una vida silenciosa, lo importante es dejar que fluya, que emerja, una vida realmente silenciosa.

 

José F. MORATIEL