CARTA A MORATIEL |
Querido Moratiel:
Sé que tú no necesitas palabras, cartas ni reflexiones. El silencio fue tu cuna y ahora es tu regazo. Tal vez sea yo, tal vez seamos nosotros, todos cuantos tuvimos la dicha de conocerte, los que las necesitamos. Las palabras pueden suavizar el dolor de una pérdida tan sentida, la ausencia de una presencia tan querida.
Continuamente me animabas a escribir; ahora escribo para calmar mi propio ánimo y encauzar un duelo en el que la carne recurre al don de las lágrimas para poder cultivar en ella la flor de la aceptación.
Lloramos, mas no por ti, que no has hecho sino ahondar aún más tu silencio, iluminar aún más tu luz, intensificar aún más tu sonrisa. Lloramos por nosotros, que te hemos perdido de nuestro lado.
Nuestras lágrimas brotan tibias y nos reconfortan el alma porque, en verdad, ni tú te has ido ni nosotros te hemos perdido.
Estás más presente que nunca, te tenemos más cerca que nunca. Porque estás, todavía si cabe, más adentro. Ya no estás a nuestro lado, ahora te sentimos dentro. Y lo mejor todo, para siempre.
Con la suavidad de quien no se impone sino que se ofrece generosa y amorosamente, has calado hasta lo más hondo de todos los que te conocimos, te amamos y te seguimos amando.
Tú, como tu Dios querido, eres tan “grande” que sólo cabías y te encontrabas a tus anchas “en lo pequeño”. En una sociedad que busca y santifica “lo grande” (papas grandes, grandes emperadores, grandes almacenes, grandes inversiones y ganancias, ....) tú nos has mostrado el rostro de un Dios “pequeño”, y por eso mismo, accesible y amable.
Tú, “un hombre bueno de Dios” no has hecho sino manifestarnos a un Dios que es bueno y que sólo desea lo bueno que cada uno necesita.
Tú, profeta silencioso del Silencio, nos regresaste al paraíso de nuestro propio corazón. Tú, paloma del Silencio, traías en tu pico la rama de una paz indescriptible. Y en ella seguían creciendo, mil y una hojas, con nuestros nombres y apellidos.
Apenas hablabas, y nos lo decías todo. El simple movimiento de tus manos, comentando versos del Evangelio, era toda una danza sagrada en la que “otra conciencia”, “otro espíritu” revoloteaba teniendo por alas tus dedos. Tu risa picarona, de niño travieso e inocente, nos reavivaba en la escucha atenta de leyendas cargadas de amor, humor y sabiduría.
Sólo tus manos...... moviéndose al compás de la música del silencio de tu alma; sólo tu sonrisa...... dibujándose en el lienzo de tu cara como un horizonte bañado por cientos de soles emborrachados de crepúsculo; sólo tus manos y tu sonrisa........ nos bastaban para entregarnos de nuevo, incondicionalmente, a cada hora de meditación en el silencio.
Era tu silencio el que nos animaba y nos daba fuerzas para atravesar los umbrales de la tensión, del malestar y del dolor físico, del cansancio, de las mil y una distracciones que nos visitaban y querían acampar y adueñarse de nosotros.
Nos presentabas un silencio austero, pero que nos colmaba. Nos adentrabas en un espacio y en un tiempo sin adornos ni luminarias. Nos hiciste amar los caminos largos, desabridos, sin atajos.... pero certeros.
Contigo no necesitábamos inciensos, ni velas ni músicas. Me hiciste comprender que el Silencio es nuestro perfume, nuestra luz y la más sublime de las melodías.
Nos abriste la puerta y nos acompañaste lo preciso, ni un paso más; lo justo y necesario para poder encontrarnos a solas con Aquél que Nos Ama Incondicionalmente.
Siempre te reconociste “discípulo del Silencio”. Sólo es “maestro” quien se sabe y nunca pierde la condición de alumno. Y tú te dejabas instruir y conducir por el Silencio. Y tu caminar fue trazando un camino que hemos ido reconociendo como sendero propio.
Tu Silencio emergía y se nos hacia tangible en tu presencia. El Silencio se hizo carne, cuerpo...... y habitó entre nosotros.
Gracias a ti edificamos un altar en nuestro corazón donde nos “ofrendamos” en silencio al Silencio.
Al principio era el Verbo....... y al final será el Silencio. El Silencio, como fuente y culminación de toda palabra verdadera. La Quietud como alfa y omega de toda acción auténtica y realmente transformadora.
Cada encuentro contigo suponía una herida mortal para alguno de mis egos. ¡Qué regalo encontrarse frente a un ser humano en el que sus egos descansan, reposan, duermen y mueren en paz!.
Cuando estabas con nosotros eras como “el sembrador de nuestros silencios”. Ahora te siento y te vivo como sementera. Tú sembraste silencio, amor ha sido tu cosecha y nosotros el dulce fruto que seguirá rociando con su dulzura los amaneceres de un mundo tan falto de ternura.
Te siento dichoso, Moratiel, paseando feliz y cuidando de tu huerto en el Paraíso. Sé que en él has sembrado un jardín de rosas y que a cada una has puesto cada uno de nuestros nombres. Contigo, todos sin excepción, nos sentíamos “rosas únicas”. Nos domesticaste con el silencio y con tu presencia. Y siento que Dios te mira mientras tú nos miras. Y El también se sonríe, tanto que a veces la emoción le desborda y le rebosa por los ojos. No, no es fácil ver a Dios llorar....de alegría. Y tú lo has hecho posible.
En cierta ocasión escuché algo muy bonito: cuando una persona está ya en el cielo, cada vez que alguien desde aquí abajo la evoca, la recuerda con un pensamiento, con un sentimiento, con un recuerdo positivo, en torno ella se encienden hermosas lucecitas de colores. Y estas luces le ayudan, le acompañan y le embellecen el camino que aún sigue recorriendo hacia la Luz y el Silencio de Dios. Tal vez por esto a veces te imagino con unas enormes gafas de sol, muy oscuras, que te permitan ver tanto destello de luz sin que tus ojos sufran.
Moratiel, siéntete dichoso porque todos tus alumnos seguimos formando parte de un mismo racimo y destilaremos el sabroso vino de nuestros silencios para emborrachar al mundo de gozo. Tú has sido el hilo que ha enhebrado nuestros corazones en un mismo pespunte. Nos sentimos más juntos, más compañeros, más hermanos que nunca, contigo mirándonos y sonriéndonos "desde la otra orilla de la Vida y del Silencio".Y tu recuerdo nos une y nos eleva, como si la mano de Dios nos levantase en un remolino de impresionante ternura.
JOSÉ MARÍA TORO. Lora del Río, febrero 2006
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