Moratiel está grave. Esto es lo que se sabe de
momento. Ayer lo vi, entubado, con la respiración artificial y esa
violencia con la que respiran las máquinas, con el suero, los
electrodos... Estaba como inerte, pero aún había una presencia viva en él.
Una presencia que lo sobrepasaba, me aventuraría a decir que era una
presencia que él no comprendía en su sencillez, en su pequeñez. Pero
también una presencia que él no se preocupaba por comprender. Tan sólo por
vivir.
Se limitaba a vivir esa Presencia de Dios, de ese Dios
que un día visitó su corazón. Y vio que era un lugar tan hermoso, que se
quedó a vivir allí para siempre.
Cuando entré en la UCI la mente de
Moratiel no estaba allí, sino más allá de los tubos, de las máquinas, y de
su actividad monótona de electroencefalograma. Todo estaba como inerte,
pero aún había vida. Esa Presencia que se había quedado a vivir en su
corazón estaba aún allí.
Y quienes entramos en ese momento
pudimos sentirlo. Entramos como se entra en esos sitios, temblando,
preocupados, con los ojos brillantes. Y después de pasar con él unos
minutos, de acariciar su mano y entrever su rostro detrás de la
mascarilla, lo que había era paz. Una paz enorme, grande, grande. No había
asomo ni ocasión para el sentimentalismo, para comenzar a formular
recuerdos ni recordar hermosas frases oídas de sus labios. Sólo había una
intensa paz, la más grande paz que yo haya vivido.
Moratiel decía en una ocasión que la
palabra quirófano le sonada a chopera, a pradera, a montañas... Aquella
sala de la UCI era una chopera, y Moratiel se había tumbado sobre las
manos de Dios, bajo los chopos, en una actitud que uno podría entrever de
abandono confiado, como un niño en el regazo de su madre.
Así estaba Moratiel, o así creímos
verlo. Después dejamos la sala de la UCI y todo aquel pasillo olía a
margaritas y hierbabuena. Aquel pasillo ya no era terrible. Moratiel
estaba abandonado a la Vida, la que salió del Padre y la que estaba en
puertas de volver al Padre. Confiado, agradecido, entregado.
Así salíamos nosotros de aquella sala de
la UCI. El día que las máquinas dejen de emitir ese sonido monótono e
indiquen que ya no hay vida ahí, sabremos que Moratiel ha volado al Padre.
Pero en aquel momento era imposible
despedirse de él. Y no ya porque uno piense que haya de producirse el
milagro y aún queden resquicios de curación. Eso por supuesto, los caminos
de la Vida son siempre impredecibles.
Pero sobre todo era imposible despedirse
de él porque es imposible separarnos de él. El está siempre con nosotros.
Está en cada gesto, en cada movimiento. La presencia que vivía en el
corazón de Moratiel, esa presencia que nos hacía emocionar, que nos amaba,
que nos llegaba hasta lo más profundo, siempre ha estado con nosotros, y
jamás va a marcharse. Así que no era posible despedirse de él.
Tan sólo visitarlo, darle una última
caricia a aquellas divinas manos antes de que marchase al encuentro con el
Padre. Y, después de eso, nada más. La vida seguirá expresándose día a
día. Y, como él decía, “lo nuestro” será acoger todo lo que venga,
abrazarlo todo.
En cierta ocasión Moratiel perdió a un
familiar. La hermana de este familiar estaba sentada junto al féretro. Y
Moratiel la llamó y le dijo: tan sólo deja que se vaya.
Y sospecho que eso es lo que tenemos que
hacer nosotros ahora. Dejar que Moratiel se vaya. Dejarle partir al
encuentro con el Padre. No intentar retener nada de él, ningún gesto, no
intentar aferrarnos a su presencia, a su existencia física, no
angustiarnos por su marcha, no sentirnos solos. Simplemente dejarlo
marchar, enjugar las lágrimas y continuar caminando como él quería, por
esta chopera de la vida, sobre la hierbabuena de la existencia, junto a
las margaritas del mundo.