La
Palabra se hace hombre. Esto no es una meta, no es una conclusión, un
resultado. Nada ha acabado. Es, eso si, una inauguración. Navidad es un
inicio, un comienzo. Cada día es un punto de arranque, una partida. Una
posada donde se cambia de caballo y se inicia otra jornada.
Navidad
es un amanecer. Todo despierta a la hora del alba: la montaña, el río,
el mar, el paisaje. Todo comienza a vivir, todo despierta gracias a la
alborada. Todo cobra color y vida en ese momento.
La
noche oculta y detiene y disimula los problemas con la tiranía de los sueños,
del cansancio y de la fatiga.
La
luz pone en claro, al descubierto, las cosas, los seres todos. Aparece la
belleza del día y su armonía a pesar de las contradicciones. La noche se
escapa y huye con sus miedos cuando la mañana amanece con su vestido
blanco, y nada queda en la oscuridad.
Deja
que la alborada, la navidad, te inunde, te colme, te embellezca y te
resucite.
Ahí
termina la lucha con la oscuridad. Las sombras desaparecen a la luz del
silencio, de la navidad. Su resplandor limpia las sombras de nuestra
fantasía y reconcilia las oposiciones y hostilidades.
Cuando
nos visita el día, navidad, cuando amanece, cuando llega la luz todo
“aparece bueno a Dios”, y a nosotros: el prado, el bosque, las
encinas, el robledal, la chopera y hasta el desierto. Todo lo humano se
transforma. Y el hombre está invitado a inaugurar la vida.
De
un extremo a otro de la vida lo que manda es la luz, lo que embellece y
resucita es “la Palabra hecha hombre”, la conciencia luminosa del
silencio.
Sin
luz todo es desorden, caos, confusión. La luz, navidad, todo lo ordena y
reorquesta. Todo lo va armonizando la pulcritud del silencio.
La
luz hace buenas todas las cosas, abraza el día y la noche, las horas de
alegría y las horas bajas. Todo se reconcilia en navidad. |