A veces las palabras deforman la realidad.
Cuando las palabras dicen, pretenden expresar a Dios, lo ensombrecen, lo
aprisionan, lo encapsulan, lo infartan. El cirio pascual, la llama de la
vela de pascua sugiere, evoca, despierta resonancias adormecidas. Por eso
la luz puede decir lo infinito, expresar a Dios mejor que mil palabras.
Jamás la palabra rebasó, sobrepasó el misterio, el silencio, a Dios.
La luz, el árbol del viernes santo nos son familiares,
experiencias amadas. La llama del cirio, tendiendo hacia el cielo, hacia
arriba, desencadena nuestra condición vertical, arrastra nuestra tierra
hacia lo alto, hacia un más allá, hacia un arriba impensable, pero sí
añorado, sí deseado.
La llama del cirio está habitada por Uno que no se
apaga. Siempre vive. Siempre vive Jesús. Siempre vive dentro del hombre
donde arde hacia la cumbre.
"He venido a traer fuego". La vida es
un fuego. Dios es un fuego. El árbol de la cruz un fuego. Un árbol es
fuego condensado, el sol que se oculta, se aloja en un árbol. Un leño,
el de la cruz, morada de la luz del fuego que llamea ahora en un cirio.
La llama es libre. El hombre es libre también, no se
deja encerrar, no se deja aprisionar. El árbol de la cruz es como la
génesis del cirio, de la luz. Es una hoguera incandescente.
La cruz, una inmensa lámpara en el calvario, una
llamarada que rezuma y destila sin cesar epifanías de resurrección.
El cirio y el árbol son uno, son lo mismo. No se apagan
y encienden en nosotros una nueva conciencia, un nuevo amanecer.
Conciencia de llama, conciencia de árbol, conciencia de verticalidad.
Una luz clarea las noches oscuras del alma. Alborea, es
Pascua.
La lámpara invita a hablar en voz baja, invita al
silencio. La lámpara sosiega, calma. La lámpara es presencia y
recogimiento silencioso. Hasta la noche, la oscuridad se estremece y
asombra al sentir la luz del cirio. El cirio es otro, es presencia y
retiro. El cirio es una luz que ora, besa el cielo, busca besar lo divino.
El cirio va hacia la pura luz, bella luz divina.
La luz se nutre de sebo, de la cera. El árbol se nutre
de la tierra. La gracia se nutre de la fragilidad. ¡Quién iba a
sospechar que el cielo se volvería luz, que la tierra se volvería un
paraíso, que el muradal, el estercolero, iba a florecer, que "donde
abundó el pecado germinó y sobreabundó la gracia"!
La aventura de la luz, del fuego, del árbol es la
aventura del silencio, de la oración. El árbol desciende a la tierra y
asciende al cielo. La llama se enraíza en la cera, en el sebo y sube al
cielo. En la oración, en el silencio, descendemos a lo hondo y ascendemos
al cielo. Somos de la tierra y somos del cielo.
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