ENTRÓ EN EL SEPULCRO   Jn 20,6

 

 

Los discípulos, Juan y Pedro, van desolados. Sin otra ocupación que la tristeza y la decepción. Nadie les coge de la mano en esa marcha oscura, en esas horas depresivas. Todo se les viene encima: el desastre, el derrumbamiento de tantos proyectos. ¡Habían construido tantos sueños! Todo se ha venido abajo. Y ahora se hallan bajo la pesadumbre de la noche y de la muerte. Si quieren sobrevivir han de atravesar esa oscuridad. Y lo hacen. Entran en las sombras y en la misma muerte, penetran la tumba, el vacío. "Entraron en el sepulcro". Es decir, penetraron el pasado, el desengaño, la desesperación. Y amaneció para ellos la resurrección.

 

El silencio es la hora del alba. Pero antes hay que atravesar todos los escombros de los "tiempos antiguos" y sacar la cabeza de entre tantos cascotes cortantes y toscos.

 

El hombre se reconoce sobretodo en sus desastres, en sus amarguras, en su enfermedad. Se encuentra a sí mismo en medio de tantos residuos que le cubren y le atosigan y asfixian. No se halla en la euforia. Ni aquí y ahora mismo. Casi siempre se ve en el polvo del pasado, casi siempre es víctima de lo que está a la espalda, y desde allí como que le persigue y ahoga. Hundido no advierte la palabra de esperanza que le animara antes, ni las emociones que le estimulaban, ni los cantos que le empujaban a seguir y le hacían andar.

 

Pero la meta del hombre no es la noche, no es la tumba, no es la sombra. Siempre detrás de la sombra hay una luz. Y el silencio no es estar solo, inspeccionando lamentos, ansiedades, investigando en la arqueología de su piel la historia, el ayer, ordenando sucesos, clasificando agitaciones y contentos menguados. En el silencio se hace la travesía. Cuando uno se hace a la mar no puede dejar prendido el corazón ni la mirada en las costas. Hay que seguir. Más allá nos espera Él. Siempre el invierno se alarga hacia la primavera.

 

Estos discípulos han sido testigos de luz y de sombras. Son los hombres del silencio, los discípulos del silencio de la pasión. En el silencio, al hacer la travesía y penetrar cualquier caos viene a ti un amor desconocido, una calma desconocida, como la flor que estrena para ti su aroma. No importa que aparezcan a tu vista mil horas de sombra, de deshechos, de lejanos días a medio vivir. Verás que el silencio se convierte en un día sin atardecer, sin noche, en un amanecer en que no se oscurece el sol. Es el silencio como un día sin ocaso.

 

Cuando se penetra el invierno se interna y se avanza hacia la primavera y cuando se entra en la noche, en la tumba se acerca uno a la Resurrección. Por eso la travesía hay que hacerla sin pararse, y sin perder de vista la otra ribera, la otra costa, el horizonte de lo eterno. El lujo de la vida derrama gozo sin cesar. Y esto reconforta, al divisar la plenitud que nos espera en el otro extremo.

 

Al penetrar la muerte se nos devuelve la vida. El silencio, al vivirlo nos devuelve la Palabra. La ausencia nos entrega la presencia. Una vida, una Palabra, una presencia que "no tiene fin".