PRESENTACIÓN
Frecuentemente me han preguntado cómo ha aparecido en mi vida el silencio; por qué me he decidido a vivir esta aventura. La respuesta, de repente, es bien sencilla. Por debilidad, por necesidad. Como si fuera mi punto flaco. No hay nada extraordinario ni asombroso en todo esto. Y es como una herida que no tiene cura.
Hay edades en que uno vive más bien pasión por la palabra; otras, en cambio, se experimenta pasión por el silencio.
Uno se puede sentir como arrojado al silencio gracias a las insatisfacciones que es innecesario nombrar. Pero no puede por menos que confesar la insatisfacción que preside las bienaventuranzas de Jesús, las que dice el evangelio y las que sugiere, son provocadoras del silencio. Y es cierto que se desembarca en el silencio al cerrarse todas las puertas y todas las salidas, aunque el verdadero callejón sin salida es el silencio mismo. Pues, ¿dónde ir si estás en un mar sin costas, sin periferias?; pero esa plenitud es la más inmensa belleza.
En este sentido, la aventura del silencio no es evasión de la vida. Hay mil maneras de huir de la vida. Pero creo que el silencio no es un suicidio sino, más bien, la desembocadura en la vida misma. Esa vida es eterno fluir. Quizá, por eso, una de las imágenes más bellas de la vida es la que nos proporciona Jesús al decirnos que en el hombre hay una fuente. Y no es el hombre un estanque, agua detenida, sino agua que fluye sin cesar. El agua estancada se corrompe, el agua que se mueve en eterno fluir es más pura.
Así mismo, se puede reconocer que el silencio conlleva una profunda repercusión social. El que va impregnado de silencio ejerce una bondadosa influencia sin casi pretenderlo. No se vive el silencio para sí mismo. Como el sol no luce para sí, ni la lluvia cae para sí. Viene a ser el silencio la comunión con todos.
Otro interrogante que me han propuesto es cómo siendo dominico he puesto el acento, de alguna manera, en el silencio. Mi padre santo Domingo es el santo de la Palabra. Pero también, y antes, es el santo del silencio. Y es que la palabra no es nada sin el silencio. Como si la palabra buscara su contrario o su aparente enemigo, el silencio. Y así el silencio viene a ser como el lecho y el alumbramiento de la Palabra. La misma oración se puede expresar como la alianza, las bodas, del silencio y la Palabra. Palabra y silencio no son rivales. En la oración uno -el hombre- pone el silencio y Dios pone la Palabra. Es en la noche donde luce la estrella, y es en el silencio donde es visita la Palabra. La Palabra desprendida del silencio se vuelve plenamente palabra al ser acogida en el silencio que le da sonoridad.
En el evangelio me he encontrado con mil versos que me han invitado y sugerido ir adentro. Uno de ellos es aquella palabra de Jesús en que nos asegura: "Vendremos al hombre y en él haremos morada". Siempre en el silencio alguien nos da la bienvenida. Dentro está el maestro al que no hemos escuchado lo suficiente. Es por eso que el silencio no precisa ninguna justificación, como no la necesita la belleza. Sólo se puede vivir enamorada y gratuitamente.
Sé que del silencio no se puede hablar. No caben las palabras. Dios mismo es el que menos habla. En una única Palabra lo dice todo. Todo su silencio se revela en Jesús. Y ninguna de nuestras palabras expresan al indecible. Pero el silencio nos conduce y canta al inefable, al innombrable.
El silencio, por otra parte no es mudez. No sólo se acalla la verbalización. Todas las capas periféricas se han de sosegar, entrar en una cierta calma. Particularmente es nuestro yo superficial el que debe silenciarse. Su afán de hacer, de tener, de dominar, entran en un desfallecimiento ya en los primeros pasos del silencio.
El silencio puro está más allá de las palabras, de los sentimientos, de las ilusiones; se ha inaugurado el silencio verdadero al desmayarse el yo superficial.
La verdad es que me he resistido a que este texto se publique. Pero me he dado cuenta poco a poco de que no me pertenece. No sólo porque lo han elaborado Mª Pilar Ramos y Emilio Rodríguez con empeño y afecto, sino porque una conversación es siempre algo inacabado. Ahora este escrito no admite injertos ni amputaciones. Además, por ser lo que es, conversaciones, me siento deudor de todos los que me han acompañado e inspirado y se han ido en este camino. Y es ahí, en el camino, donde el silencio, el maestro que él es, nos enseña las Escrituras.
Antes de poner punto final, me gustaría reconocer que lo que diga el silencio nada ni nadie lo puede decir. El silencio muestra lo que a veces las palabras ocultan. Pues la palabra siempre es una limitación, mientras que el silencio es todo revelación.
José F. Moratiel
Pamplona, 1 de noviembre de 1.994
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