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3 - El silencio te lleva a tu origen
«En la casa de mi Padre hay sitio para todos» (Jn 14,2)
En el capítulo 14 de san Juan se puede leer «En la casa de mi Padre hay muchos aposentos...». A través de toda la Biblia se puede encontrar repetidamente esta palabra. Los significados de la palabra «casa» pueden ser variados, pero en la revelación se observa cómo es objeto de inmenso cariño. Es un espacio en donde Dios se da a conocer. Se ve cómo Dios mismo tiene casa. Es un ser con una casa. Nosotros mismos somos una casa. Cada uno somos casa «No soy digno de que entres en mi casa». Se dice tanto...
La casa donde se vive es algo más que un espacio. Tiene todo un sentido de vida. En la casa valen los metros «habitables». Los espacios habitables son los espacios vacíos. Por eso una sala es hermosa cuando está libre de cosas. Ahí se da el encuentro y es posible la reunión y la acogida.
Una casa no se improvisa. La casa se va decorando poco a poco. Es más, no se debe nunca terminar la decoración porque debe tener siempre un espacio libre para poner algo nuevo. Cuanto más vacía, más decoración, más detalles puede recibir.
La casa es un lugar donde uno es esperado. Se es feliz cuando uno sabe que le esperan en casa. Quizás no entre en mi casa porque no sé si me esperan.
Dios está en mi casa. Espera siempre en mi corazón. El hombre es una casa habitada por Dios. A veces no lo sabemos y no queremos introducirnos dentro de la casa porque incorporarse a espacios vacíos da estremecimiento. Por eso nos lanzamos frenéticamente a la acción, por eso el movimiento exterior ejerce tanto y tan poderoso atractivo. El vacío puede asustar, angustiar. Pero sólo cuando se deja todo y se entra en casa es cuando se sabe que alguien está en ella esperándote.
Para entrar en el corazón es imprescindible soltar nuestras ramas. Recordemos aquel relato en el que una persona cae al precipicio y en su desesperación se agarra a una rama que sobresale. Y, en esa situación, pregunta a Dios si existe. «Si existes, sácame de aquí». Le contesta Dios: «Muchos me han dicho lo mismo. Suelta la rama y lánzate sin miedo».
Ese es el secreto: suelta la rama. Es decir, no intentes entrar en tu casa sin soltar antes tus objetivos, tus pensamientos, tus deseos, tus sensaciones... Sólo se suelta uno cuando sabe que allí, abajo, le esperan las manos de su Dios. El vacío es la presencia del Invisible, es la presencia del que no se va. Nosotros vivimos como náufragos antes de volver a nuestra casa, antes que crear el vacío.
Y es que nos olvidamos de que volver a casa es volver al calor, a los abrazos de los que nos aman y queremos. Recordemos la persiana echada en la hora de calor, el pan en la mesa, la manta que protege del frío de la noche... Se siente uno protegido al amparo de todo peligro. Volver a casa, a nuestro corazón es volver a los brazos del que nos ama. Vivir sin casa es vivir de espaldas a Dios. Hallar la casa es hallar el gozo, el contento, la tranquilidad... También hay que recordar que cuando se construye una casa siempre tiene que ser pensando en los demás. Es para los demás. El silencio también es para los demás. No es para mí solo sino para compartir. No es un gesto de egoísmo. Mi corazón es para Dios y para los otros. La casa la hacen los que viven en ella. Mi casa la hace Dios y los que habitan conmigo.
¿Qué misterio es este de la casa? Cuando uno agoniza fuera siempre suplica: «¡Que me lleven a casa!». Este es también mi misterio. Todo busca el retorno a su origen. Incorporarse a su principio. Somos igual que el agua. Ella sube a las nubes. En la cumbre de la sierra luce como nieve, pero luego se deshace para buscar su origen, su fuente, su manantial... Nosotros vamos a la casa. Echar a andar a la casa es buscar el camino de regreso. No es bueno estar aquí como huésped. Soy casa. No es que tenga casa. Es que soy casa. Soy eterno. Por eso duele tanto vivir fuera de casa. Estar sin casa es estar como nómada. El silencio te lleva a casa.
Siempre nos gusta oír expresiones así: «Quiero que te sientas como si estuvieras en tu casa». Eso mismo nos dice Dios en el silencio: «Siente la paz en tu casa. Siéntete bien en tu casa. Las puertas están abiertas para ti». La llave de mi casa, de mi corazón es el silencio. El encanto del silencio es que nos hace vacíos, nos hace habitables. Vacíos para vivir, para compartir...
En el Deuteronomio se dice que la ley que Dios pone no está en el mar que haya que bucear para buscarla, ni en el cielo que haya que alcanzarla. Es más fácil y se puede cumplir porque es la esperanza hecha amiga y compañera. Es algo así como: «Está en tu boca». Es como si lo mejor de Dios estuviera tan cerca de nosotros que ni siquiera nos damos cuenta. Recordad aquello del enamorado que gritaba: «Amada, ¿dónde estás? Te busco por todos los sitios. Dime; si eres monte me haré liebre para correr en tu busca. Si eres árbol me haré pájaro para llegar hasta ti y si estás en el mar, pez para buscarte...». Y la amada contesta: «no corras, no vueles, no nades... Estoy contigo. En tu corazón». Así de fácil es todo. En la casa se encuentra la clave. El silencio nos hablará de todo esto. Por otra parte hay que recordad otra lectura del evangelio de Juan. Es aquel episodio en que Maria derrama el caro perfume de nardo en los pies del Maestro. Y dice luego que toda la casa se llenó de perfume. Es así como ha de ser nuestro gesto. Mi perfume tiene que impregnar toda la casa y tiene que darse por entero para que sea eficaz. Mi vida, mi silencio, tendrá así sentido y mi casa quedará perfumada. No bastan unas gotas; es todo. Pero Judas, a la vez reniega del gesto. En nuestro interior puede haber muchos judas impidiendo nuestro derroche nuestro gesto de amor. No basta, por tanto tener casa. Es necesario derramar en ella el perfume de nardo para que toda la casa tenga olor de vida. Impregnar la casas con la presencia del Otro. Tiene que tener olor a bondad, a tolerancia, a acogida sin juicio, sin reproche...
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