5 - Silencio, lugar
de oración
«Orando no seáis
habladores. Vuestro Padre conoce vuestras necesidades» (Mt 6,78)
La oración no se puede
definir. De hacerlo se le pueden poner límites. En la oración el actor
principal es Dios. No existe descripción válida.
A una montaña no se le ven
todas las laderas. Así pasa con la oración. Una forma de hablar de la
oración puede ser mencionarla como lugar de encuentro, como una
relación...
Para que este encuentro se dé,
es necesario el silencio. Está claro que los ruidos impiden la
conversación. No nos podemos entender en el ruido. El silencio es un
camino para nuestra relación con Dios. Por eso el silencio tendría que
estar como un derecho fundamental del hombre. Tiene el poder de
generarnos. Uno no hace nada y el silencio va equilibrando. Todo va
encajando. Nos restaura. Hay mucho más en el silencio. Es necesario
descubrir las muchas dimensiones del silencio. Por eso Jesús hace
oración de silencio. Cuando habla no lo hace sin ton ni son. Toda
Palabra va dirigida a alguien. «No seáis habladores». Nos
advierte. Lo primero es silenciar todo. Pero hay que reconocer que no
todo silencio es positivo y que muchas veces nosotros practicamos
silencios que no hacen más que interferir el encuentro. Hay silencio
pero no encuentro. Recordemos algunos silencios negativos que forman
parte de nuestra vida cotidiana:
Silencio de angustia:
La palabra angustia viene de angosto, estrecho, ahogo... Cuando la
angustia aparece en la persona y se presenta en la vida, deja sin
palabras. No se puede hablar. La garganta queda atenazada. El corazón
también. Es un silencio pero desde el miedo. No hay cercanía. Hay
incomunicación. Todo lo contrario que el auténtico silencio.
Silencio de
culpabilidad: No
hablo porque «van a pensar que ». No hablo porque «me van a echar a mí
la culpa».
Silencio de
debilidad: «¡Qué
voy a decir!». Decido callarme. Es un silencio negativo porque es el
silencio de la impotencia.
Silencio de
la indiferencia:
Pasamos de todo. Es un silencio del bostezo, de la apatía... Guardo
silencio porque me alejo de todo. No me importa, no me interesa en
absoluto.
Silencio del
mal humor: A veces,
un disgusto nos pone serios y guardamos silencio. Estoy enfadado y con
mi silencio te estoy reprochando. Estoy irritado y me callo. Mantengo la
distancia y no deseo el diálogo.
Silencio del
miedo: El miedo
endurece cuando se presenta en la vida. «En boca cerrada no entran
moscas»; «mejor no hablar, que luego hay represalias». Nos alejamos
también del conflicto, de la denuncia.
Silencio de
la envidia: Cuando
nos toca la envidia nos deja sin palabras y no sabemos reconocer nada
del otro. No se alaba ni se habla bien de nadie. No hay alabanzas. No
hay apoyo. No hay comentarios positivos que refuercen. Es un silencio
enfermizo muy peligroso. Si nos creyéramos únicos no nos compararíamos
con nadie. No habría envidia. A cada uno Dios le pide lo suyo. Al
tulipán no le pide que sea margarita. Jamás a un árbol le gustaría ser
una flor.
Silencio de
orgullo: Este
silencio, a veces, se refleja en el cuerpo. El orgullo, cuando se tiene,
siempre separa. No hablamos con el mismo nivel. Aristóteles localizaba
el orgullo en la cabeza. «Se le han subido los humos a la cabeza». Es un
dicho muy general que explica bien al orgulloso.
Silencio del rencor:
El mal humor puede
ir cristalizando en la persona que lo padece y es entonces cuando hace
su aparición este silencio del rencor. Se incrusta, se calcifica. Es un
quiste difícil de extirpar. Es silencio peligroso hasta para la salud y
muy negativo. Es necesario mucho tiempo para que se diluya.
Silencio del odio:
Este es mortal. San Juan dice que el que no ama a su hermano es un
homicida. Cuando no se habla con alguien hay un trasfondo de muerte.
Estoy negando a la persona. Hablar tiene que ser para que el otro se dé
cuenta. Es un acto de amor, de respeto, de consideración.
Todos estos silencios nos van
enfermando y conduciendo a la incomunicación. Es necesario ir detectando
cuál de ellos nos afecta en nuestra historia. Es necesario conocer muy
bien nuestros silencios negativos para trascenderlos y superarlos e ir
poco a poco serenándolos. Estos silencios son ruidos tremendos que no
nos permiten el encuentro con Dios en la oración. A veces nos acosan en
cada silencio y tenemos que descubrirlos como secuelas que viven y
vienen con nosotros. Está bien que los reconozcamos, porque sólo
viéndolos podemos superarlos.
Los silencios positivos son
también muy variados y sólo vamos a recordar unos pocos:
Silencio de humildad:
Es el silencio del
respeto. Proporcionamos a una persona que nos visita este silencio para
interesarnos por sus noticias. Oímos en silencio lo que nos propone.
Acogemos a la persona con nuestro interés. Es justo hacerlo así. Ofrecer
a cada uno el gesto de nuestro silencio para que la escucha se dé desde
la intimidad.
Silencio de admiración:
Es otro silencio
que tiene gran calidad. Algo de esa persona atrae nuestra mirada y
despierta este silencio que tanto beneficio acarrea. Este silencio es
necesario para recuperar este sentido.
Silencio de asombro:
Son maravillosos
los asombros. Me quedo sin palabras. Es importante que se dé este
silencio pero para ello es necesario el «no saber». Se inicia con el no
saber. Con un vaciamiento de todo conocimiento. Sin referencias. Como un
niño pequeño ante lo nuevo y lo desconocido. Este silencio se rompe
cuando preguntamos. Se rompe al indagar. ¿Por qué? No hace falta la
pregunta. La vida es maravillosa en sí. Hay que asombrarse continuamente
ante ella sin preguntar más. Los niños se entregan a ella y tienen una
gran capacidad de asombro. «Si no os hacéis como niños..., no entraréis
en el reino del Asombro».
Silencio de la alegría:
Cuando uno alcanza
la cumbre de la alegría se le colma el corazón y sobra la palabra.
Cuando te quedas extasiado, boquiabierto, no eres capaz de pronunciar
palabra. Es el silencio de la felicidad.
Silencio del amor:
Es el silencio de
la comunión. Cuando miramos a una persona con amor ya no es necesario
pronunciar palabra. El milagro de una pupila hace innecesario hablar. A
la persona amada se la siente y no más. ¡Qué gusto es estar en casa sin
hablar! (Decía Mafalda en una de sus viñetas: «¿Cuándo vamos a ir a casa
a callar un rato?»). Y es que, cuando existe el amor, basta con estar.
La presencia todo lo llena. Todo lo colma.
Muy cercano a este último silencio está el que pide Jesús en la oración.
|