7 - El silencio
para abandonar la antigua ceguera
«Llegaron a
Betsaida y le llevaron a un ciego pidiéndole que lo tocase. Cogiéndolo
de la mano, lo sacó de la aldea, le escupió en los ojos, le aplicó las
manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Empezó a distinguir y dijo: «Veo la
gente; me parecen árboles que andan». Le aplicó las manos otra vez; el
hombre vio del todo. Jesús lo mandó a casa diciéndole: «¡Ni entrar
siquiera en la aldea!» (Mc 8,22-26)
En este encuentro se
ve cómo Jesús saca al ciego de su entorno y de sus circunstancias. Hay
que alejarse siempre si se quiere ver la montaña. Para ver el cuadro,
hay que salirse de él. Del trabajo que nos estrecha hay que salirse
también. El ciego es ciego de otros ojos. Jesús apunta a la ceguera
interna. Alude a otro modo de ver. Este hombre del evangelio está
cegado. Todos los días pasan desengaños sobre nosotros que nos producen
la misma ceguera. El polvo del camino siempre nos impide ver. El primer
gesto de Jesús es sacarle del sitio en donde está.
No se puede leer un
libro si nos metemos en él. No podemos ver la vida si no tomamos
distancias. Por eso Jesús, como buen pedagogo, nos enseña siempre desde
la sencillez. Y coge al ciego y le dice: «¡Vámonos al campo! Te llevo
fuera de la ciudad, de la aldea». Dentro de ella estamos todos ciegos
con nuestra febril movilidad diaria. Por eso el silencio es una ayuda
para nosotros y para nuestra curación. Salir del sitio es buena cosa.
Jesús también lo
toca. Ayuda a tomar contacto con lo que hay. Enseña a tocar lo que hay
aquí y ahora. Lo toca y reduce el contacto con el pasado, con la aldea.
Este camino de salir de lo que nos ciega está a nuestro alcance. Tomar
contacto con la naturaleza es una buena manera de sosegar y ordenar la
razón. Se puede salir de nuestra ceguera tomando contacto con el mar, el
amanecer, el río, un árbol, la puesta de sol, el agua, la hierba... Eso
es lo que hace Jesús con el ciego. Lo lleva a otro camino para ordenar
el interior. Es hacer caso de lo que experimenta nuestra interioridad.
Cuando hay silencio se pueden escuchar llamadas reales y ver las cosas y
las personas tal cual.
Si hay una llamada
en el corazón, no discutamos con ella. A veces, encontrar la visión nos
lleva a despedirnos de la aldea para siempre. «No vuelvas a la aldea».
Es una buena cosa. Cuidado con volver a las andadas que te nublan y te
ciegan. Vivir es despedirse siempre de las cosas. No se puede volver a
la luz y seguir en la aldea del ruido, del afán, del gentío... El
silencio es pura despedida. Las manos, en el silencio, hay que agitarlas
diciendo adiós a tantas cosas... No se puede encontrar la vida sin decir
adiós a nuestra vida. Eterno adiós. La vida es pura mudanza. El río dice
adiós. El agua se siente atraída por el océano que la llama. Uno se
despide de todo o se le quiebra el sentido del vivir. Se dice que nadie
se baña dos veces en el mismo río. No nos podemos bañar en la añoranza.
Jesús nos toca, nos lleva aparte, al silencio, y allí nos ilumina para
repetirnos: «No vuelvas a la aldea». Y es que la vida está repleta de
separaciones. Vivir es eso. Nos vamos de nuestros amores y eso es
maravilloso. Eso es vivir. Porque vivir sabiendo decir adiós es
comprender la vida. Sin afán de encajonar la vida con nuestra razón, la
vida sería festiva y no nos ahogaría. Los adioses vividos nos conducen a
la plenitud. Son caminos que nos llevan a otros encuentros más plenos y
necesarios para nuestro crecimiento. Despedirse no debe costar tanto
porque es la puerta abierta a otros mundos que nos esperan. El miedo es
una huella de tu pie en el pasado. Para estar a salvo tienes que estar
en tu sitio justo y vivir sólo el presente. El adiós al pasado con todo
lo que conlleva es necesario para recuperarse. El agua no se detiene en
ningún recodo. En ninguna ribera hermosa se asienta. Le espera otra
Ribera. Ella sabe que si se para se contamina. El hombre que no sale de
su aldea y no se mueve no podrá ser como el agua pura. No se deben
pensar demasiado los pasos para darlos. Si piensas los pasos, estás
perdido. Es como la danza. No se puede pensar. Es cuestión sólo de mover
el cuerpo dejándose llevar por el ritmo. Así es nuestra vida: un
movimiento continuo porque la soledad más triste y la peor es la de
aferrarse al pasado y vivir siempre en «El mismo lugar».
Por otra parte, en
el relato de Marcos vemos otro dato que ya antes hemos apuntado y que
volvemos ahora a ocuparnos de él. Cuando Jesús toca al ciego toma en
cuenta el cuerpo de este hombre. Lo toca. El sabe que el cuerpo es el
cauce de nuestra emoción y que lleva en él todo impreso. La vida se
escribe también en nuestro cuerpo y en él se aloja nuestra propia
historia. Es necesario que el cuerpo esté bien. Atender al sueño, a la
comida, al descanso..., es imprescindible para tu salud. El cuerpo avisa
claramente cuando lo avasallamos con nuestra violencia. Y con su dolor
nos dice: «No huelgues tanto, no comas tanto, no fumes...».
Es importante cuidar
el vehículo de nuestro corazón: el cuerpo. Por eso en el silencio se oye
su aviso y toma contacto con nosotros poniendo su voz en nuestro
interior. El cuerpo nos instruye. «¿Este modo de estar no es bueno?
Cambia». El mejor médico es uno mismo. No busques recetas exteriores
para tu salud. Cambia tu vida en lo que hay de perjudicial y mejorarás.
Es necesario recobrar la vista para descubrir lo que hay a nuestro
alrededor, y luego hay que escuchar a Jesús que nos dice: «Vete a tu
casa». La casa es un símbolo, una evocación del mundo interior. Te
manda, como al ciego, a tu ser profundo. Le sugiere, como a ti, un mundo
interior que tienes que habitar a partir de ahora. La casa está en orden
a esa función. A esa necesidad.
Calderón dice que el
mundo es como un teatro. Es tremendo vivir haciendo teatro. Para ir al
teatro, la gente tiene que salir de su casa. Es negar la realidad propia
para sustituirla por otra. Eso es representar, hacer teatro. El actor
presenta a otro, no a sí mismo. Él presta su propia persona para que
otro ocupe su lugar.
En el silencio no se
puede hacer teatro. Estamos en casa cuando hacemos silencio. El que está
es uno mismo. En el teatro hay apuntadores como en la vida. La gente te
apunta lo que tienes que decir, hacer, comprar, ser. No se pueden
admitir apuntadores en mi vida. En mi vida, el único apuntador es Dios
que inspira mi camino. Jesús dice: «Vete a tu casa». No le dice: «Vente
conmigo». No quiere apuntar ni él. Es puro respeto.
Y es que el amor no
acapara. En el Cantar de los cantares se escribe: «Vete a ti». No dice:
«Ven a mí». Es un amor sagrado y divino que es capaz de no encerrar. Es
bueno volver a uno pero el camino para ir al corazón no es fácil
descubrirlo porque hemos dado muchas veces vueltas y hemos recorrido
caminos de razón, de apoyo, de libros, de conocimientos, de emociones.
Nos perdemos incluso en los caminos de nuestros sentidos que ni siquiera
esos hemos encontrado. ¿Olfato, vista...? ¿Quién conoce nuestra mirada?
¿Cómo se pueden, por ejemplo, fusionar dos cuerpos sin que se fusionen
los corazones? Es necesario descubrir ante todo el mundo fascinante de
los sentidos para luego poder disfrutarlos. Por eso, el silencio
recupera todo el arte de escuchar, de dar, de sentir Todo tiene antes
que entrar en silencio. El problema está cuando creemos que nuestros
caminos son mejores por cortos. El camino del silencio no lo es. Es
largo, pero es el único que puede ir directo al corazón. No es,
aparentemente, atractivo. Pero... te lleva a casa.
Recordad: cuidado
con volver a la aldea, a lo de antes. Nos van a reclamar muchos
senderos. Igual que los de la montaña. Pero uno solo es el verdadero
para subir a la cima.
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