18 - Silencio, la ocasión para asumir la realidad no deseada

 

«El se apartó de ellos como a un tiro de piedra y se puso a orar diciendo: Padre,

si quieres aparta de mí este trago sin embargo, que no se realice mi designio, sino el tuyo» (Lc 22, 41)

 

Todo ser humano sufre en su cuerpo muchas molestias y dolores. Pero se sabe que lo que más duele es nuestra postura en la vida. Cuando ésta no es justa es la que engendra mayor dolor. Este desequilibrio crea el dolor. Si la postura no es coherente, honesta, de servicio, de autenticidad..., crea un profundo malestar y esa división se refleja en nuestro cuerpo. Si hay una postura justa, la vida no duele.

 

Suele ocurrir que el hombre ahoga continuamente sus sentimientos y sus emociones. Enmascara sus problemas, no desea vivirlos ni asumirlos... Proyecta un mundo de ilusión y se evade. Traslada su dolorosa realidad y la tapa con la ilusión de que no existe. No es capaz de enfrentarse a tanto dolor. Se inventa otros problemas más asequibles de manejar y de sufrir, se «entretiene» con ellos.

 

En el silencio puede ocurrir que las horas pasen volando. Cuando uno se aproxima a la atención, la sensación es que el tiempo no corre. La lucidez del presente es como la eternidad. Es una vivencia de eternidad. Pero, otras veces, el silencio se te hace insostenible. El tiempo no acaba de transcurrir. Cuando hay crispación las cosas se retardan: no llega el autobús, ni el tren... El estrés espiritual también existe y también daña.

 

Suele pasar que en el silencio se hacen presentes situaciones, relaciones, personas, objetivos..., que no están vividos ni asumidos. Da la impresión de que nos esperaban en el silencio para encontrarse con nosotros. Son episodios que se tenían ocultos porque duelen. Creíamos que ya estaban olvidados y nos damos cuenta de que salen a la luz con más fuerza todavía. Se nos hace presente un pasado que nos pide cuentas y que desea que le pongamos nombre, que lo afrontemos y que lo concluyamos para poder diluirse en nuestro corazón.

 

Los cuentos suelen tener un mensaje profundo. Cuando el hombre intelectual no puede expresarse con las palabras adecuadas recurre al cuento para decir aquello que de otra manera, más sofisticada, no es capaz de explicar.

 

Esto ocurre con una leyenda que cuenta la historia de tres princesas que todos los días se levantaban y se iban a beber el agua a una fuente. Pero un día, la mayor (al igual que las otras dos) se encuentra el agua embarrada. ¡Qué sorpresa! Una rana se asoma en el fango y les dice que si quieren cambiar el agua y volverla limpia, una de las princesas tiene que acceder a casarse con ella. La pequeña contesta: «Trato hecho». Desde ese momento, la rana se presenta todas las noches en la alcoba de la princesa, llama a la puerta y dice: «Aquí estoy». La princesa, muerta de asco, no le permite dormir en su cama, con lo que la rana tiene que pasar la noche a sus pies. Al amanecer desaparece. Así ocurre hasta que la princesa deja que la rana duerma debajo de su almohada; entonces ésta se convierte en un príncipe encantador y la boda se celebra por todo lo alto.

 

El cuento nos habla de nuestro silencio. En los ratos de silencio se nos hace presente la rana. Muchas ranas reclamando su sitio en nuestra almohada. De noche, en el silencio, nos dicen: «Aquí estoy». Los asuntos pendientes de nuestra vida llaman a la puerta de nuestra alcoba más íntima. El pasado que no se ha vivido vuelve a nosotros para que lo vivamos. Son asuntos que pasan factura. Nuestras cuentas pendientes. No se presentan en la actividad del día. En el silencio de la noche se aparecen como la rana del cuento. Por eso no nos gusta el silencio. Por eso nos llenamos de actividad: leemos, trabajamos... Cogemos de todo con tal de separarnos de la rana que busca casarse con nosotros. Que busca que la admitamos en nuestra vida. Todo lo que se nos presenta en las horas de silencio busca ser vivido por nosotros.

 

Sólo cuando se vive todo se acaban los residuos y se entra en el país de las maravillas. El paraíso de cada momento se vive cuando, «desposándose» con todo, uno entra en el presente. No hay otro camino: casarnos con todo y con todos.

 

Cuando nos sentamos en el silencio en postura equilibrada y justa, estamos indicando algo con este gesto de estar bien sentados. Es como decir: «Venga lo que venga, de aquí no me muevo». El sí desemboca en la comunión con todo.

 

La oración de Jesús en el huerto que nos narra Lucas es como nuestro silencio. Jesús tiene delante de sí a la muerte. Se retira un rato y no hace otra cosa que tirarse a tierra. No para rezar muchos salmos... Para aceptar. Era su rana. Era el acontecimiento de su pasión. No se escapa. Suda sangre. Es un gesto de estremecedora aceptación. Y este gesto lo podemos imitar en nuestro silencio. Durante un tiempo, él se casa con su rana. Con su problema. Cuando se levanta de su silencio ya es otro Jesús. De alguna manera ya ha vivido su pasión. Se ha desposado con todo. Luego viene la calma delante de Pilato, una calma que impresiona.

 

Nuestro silencio, cuando aceptamos y damos la bienvenida a todo, (sin disimular, aunque sea entre sollozos) también desemboca en una fuerza que nos levanta y nos potencia a enfrentarnos con la vida. A vivir en el paraíso como en el cuento de la rana. Es necesario que sea un silencio que todo lo acepte para que nuestra vida sea una auténtica transformación y no un mero parche para seguir viviendo. Algo se gesta, se madura en el silencio. Por eso el silencio es como un nacimiento. Es eso nacer de nuevo, desde el espíritu del que habla Jesús en su conversación con Nicodemo. Cuando una situación dolorosa nos visita en el silencio es buena señal. Es el índice de que las cosas se acercan porque nosotros estamos abiertos para recibirlas. Si vienen a visitarnos es que estamos disponibles. Es importante que cuando vengan nos encuentren en casa.

 

En el silencio nadie puede escapar. Es el espacio, quizá, de mayor realismo de nuestra vida. Dad la bienvenida a todo. Con todo podemos, si lo vivimos. ¿Qué hay que aceptar? Nos puede ayudar hacer el gesto de Jesús. Abajarse, tirarse a tierra. Ponernos siempre por abajo. La situación inferior, si es por nuestra iniciativa, es buena. Nadie nos puede ya derribar. La mano, cuando quiere recibir, se coloca por debajo.

 

Los valles son los espacios que reciben todo. Están por debajo. Todo va al valle. Todo lo acoge. Y, qué ocurre? Que aquello que desciende de las montañas vuelve fértil al valle. Acogiendo todo, el valle se vuelve fecundo. En cambio, la montaña, en su cresta, es árida, estéril, infecunda. Aun cuando sobre nosotros caigan cosas no gratas, pueden ser el abono de nuestra fertilidad. Situarse por debajo, humilde, es estar a ras de tierra para asumir aquella realidad no deseada. Un silencio que es vacío para aceptar. Para no tener enemigos. Para no sentirse aplastado por ninguna situación.

 

Vaciarse para recibir. El silencio desaloja de todo, de cosas para poder recibir. El silencio no es absurdo. Se hace presente la plenitud, la vida. El que está vacío no se opone a nada. No tiene enemigos. El vacío no tiene resistencias. En el silencio se baja la guardia y se queda uno pronto a recibir lo que allí se nos presenta.

 

En el silencio no hay fecha. Es imprescindible contar con todo el tiempo. No pongáis fecha a vuestra maduración. El amor no tiene fecha ni historia. El amor es de siempre. Vivid el silencio con amor. Respetad los ritmos de la vida. No siempre es lo mismo en el silencio. Vivid cada día lo que hay. No siempre es primavera. No busquéis nada. En el silencio todo se os va a dar. Hace falta tiempo. Sabed esperar. ¿Qué pensáis de una mujer que quiera dar a luz a los dos meses de empezar su gestación? No hay ni una hora inútil en el silencio. Nada es inútil. Es imprescindible saber estar con paciencia. Esos meses que la fruta está madurando en el árbol para llenarse de vida no son en vano. Ella madura y sólo entonces nos da su dulzor. Sin prisa.

 

La paz esta dentro. Pero no se hace presente de repente. Hace falta tiempo. Todo está ahí. En la semilla está la calidad del truco pero hace falta tiempo y esto es lo natural. Decía Cicerón: «tres cosas hay en la vida que no se les pueden meter prisa:

  • a la naturaleza,

  • a un anciano,

  • a la acción de los dioses en tu historia».

 

Por eso no es importante pedir las cosas enseguida. Eso es un atropello. Es bueno seguir el ritmo de lo natural. No hay que tener prisa. Tómate tiempo. Es importante. No aceleres el proceso de tu curación. Ante un resfriado, «métete en la cama, suda y bebe agua». Tardarás más tiempo que si tomas antibióticos, pero saldrás, a la larga, ganando en el cambio.

 

Sólo viviendo la realidad del presente y asumiéndola, como hizo Jesús, hay posibilidad de levantarse del silencio en salud y disponibilidad.