LA COSECHA DEL SILENCIO

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LA COSECHA DEL SILENCIO

Ediciones Martínez Roca S.A.

Barcelona, 2001

ISBN 84-270-2745-1

Ilustraciones de Carmen Mª Hernández

 

 

 

A manera de prólogo.

Lo que el silencio nos da:

rescatar el alma

 

 

Estos textos no pretenden enseñar; no quieren ser portadores de ninguna doctrina nueva. Prefieren ser la biografía del corazón silencioso. O mejor, la memoria de lo secreto, de lo oculto, de los latidos escondidos. Por eso suenan a textos imprecisos, e incluso, pueden parecer ambiguos. Estas páginas, estos fragmentos entrecortados -que no encofrados- tan sólo desean, si acaso, inspirar, despertar, insinuar, apuntando hacia algún lugar concreto, hacia nada preciso. De señalar hacia algún sitio lo harían hacia el mismo instante que estamos viviendo, hacia el ahora tan sólo. ¡Lo que cuesta explicarse uno a si mismo! ¡Lo que cuesta decirse! Siempre queda la sensación de permanecer a medio camino, casi casi de no acabar de comenzar. Así brotaron y así se regalan. Si lo que perdura es lo que se da, seguro que durarán. Como algo inédito si cabe, porque sin editar del todo está el corazón todavía.

Cuando algo comienza es como consecuencia de algo latente, imperceptible. Se inaugura la aventura del silencio en horas de insatisfacción. Por necesidad. Como la única alternativa en ese callejón sin salida que a veces es la existencia. ¡Cuántas veces somos reclusos de ideas, de palabras, de sensaciones! Y de ese cautiverio, al que uno se puede aclimatar, no hay modo de liberarse. El silencio empieza a estar en auge a medida que se vuelve consciente de esa prisión que es el ego, y se da cuenta de que tan sólo de él brota la palabra sin condiciones. Va el silencio precedido de la conciencia del caos, de desorden.

Cuando vamos entre miedos, presos de ansiedades, de noches espesas, sólo un camino está disponible: el silencio.

Cuando nos vemos en manos del dolor, enfrentados a dudas, a sospechas, a vigilancias siniestras, a temores absurdos y burocratizados, una vía libre permanece: el silencio.

Cuando en la altamar de la existencia estremecida, tan sólo una salida se nos abre: el silencio.

Cuando en la oscuridad, la agresión, la farsa nos va a destrozar, a engullir, tan sólo una salida se nos señala: el silencio.

Cuando uno se resiste a desnudarse de certezas, tradiciones, fijaciones, y uno se siente ahogar en ese remolino de durezas y calcificaciones, se evidencia la necesidad de otra dimensión: el silencio.

Cuando vemos que todo, instituciones, ideologías, doctrinas, creencias, estructuras, firmezas y hermetismos hasta hace muy poco fijos e incuestionables, se tambalea, se resquebraja, se desmorona, la alternativa única que se presenta ante nosotros no es otra que nuevamente el silencio.

Nada se mantiene en pie si no se fundamenta en el terreno palpitante y movedizo del corazón.

No, no es el silencio huida, evasión, escapada del tiempo de la historia. Más bien es vocación, vocación como llamada-respuesta de actualidad a la actualidad. Sólo el silencio es eternidad. No hay en él ni antes ni después. Todo es ahora, presente continuo. Todo en él se dilata, se ensancha y nos vuelve contemporáneos de lo cotidiano. Es un ahora enteramente habitado por la hora del ahora.

En el silencio, lo más real no son las palabras, las fantasías, las imágenes. Lo más real es esa montaña, ese río, esos chopos, esa alameda, ese valle, esa estrella. Lo más real es el instante, el que nos rodea. Es el silencio una especie de culto al momento que está fluyendo, manando. Es entonces cuando se nos da la vida entera. No hay otra cosa. Así, sólo así, recobramos la verdad de las cosas y su belleza, que es primavera de eternidad.

Cómo cuesta recuperar la belleza de cada cosa, de cada acontecer; la belleza del adentro, sin interpretaciones, sin ideologías alambicadas. Es un milagro conocer el interior del chopo, del roble. Lo más real no son las palabras, sino lo que ellas esconden, lo que recubren, lo que adornan. Las palabras nos rebelan su secreto al olvidarlas, como un vestido demasiado usado. Sí, su secreto: el silencio. Sólo el silencio nos regala el interior del barro del hombre. Por eso él, el silencio, es el más auténtico camino de maduración, el que más nos humaniza.

Sin amor, sin silencio, no hay hombre. El amor, el silencio es el mismo hombre. Y él nos llama a estar a su lado. Sí, nos llama la nube, el bosque, el agua. Pero sobre todo, nos reclama la inocencia, el paraíso interior, la ternura sin estrenar.

Ese tirón es la solicitud del puro amor, del silencio que es la pulcritud de lo humano. Y así, sólo así, es el silencio el regreso a lo que somos, al humanismo posible, a la canción del subsuelo del alma. Si en algo creo es en el amor, en el silencio, en el hombre habitado. ¡Qué es el hombre sin el corazón! No hay tierra sin el hombre. No hay hombre sin esa dimensión tan honda. Es en el silencio donde recobramos la otra ladera, el lado oculto, lo más olvidado.

Cuando intento decir lo de adentro es como si me alejara, como si me distanciara. Por eso prefiero no nombrarlo tan siquiera. En él, en el silencio, todo se transforma, toda germina, como la semilla caída y cobijada en la herida del surco. Todo vive en el silencio. Pero todo ha muerto antes. Y todo está amenazado de muerte sin él. Tocar, palpar ese vacío, esa nada, esa ausencia de egos es, también, plenitud, primavera. Por fin sin palabras, por fin sin ambición, por fin sin ego. Por fin amor. Por fin silencio. Al fin hombre. Vivir como tales es puro milagro.

Todo se ha ido de nosotros en el silencio: los deseos, los ruidos, las ideas, los proyectos. Se han ido... para invadirnos y colmarnos los vacíos, las nadas, las hoquedades que se van obrando en la aventura del espíritu. Es el río, la fuente íntima la que se pone en circulación cuando todo se ha ido. Hay que ser indulgentes con nosotros mismos y dejar que todos los rumores y todos los oleajes se consuman, se diluyan. Para que todo se vuelva amor. Cuando todo se cede en el silencio, se nos devuelve la llamarada y la calma, el remanso y la paz.

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Estos textos brotaron en horas en que yo deseaba desaparecer, en momentos intensos en que desaparecía. Sólo cuando se desaparece hay encuentro verdadero. Y uno se vuelve nadie. Sin saber de dónde viene; sin saber hacia dónde va. Siendo nadie, sólo nada. Tan solo yendo al ahora. Vivir viviendo la vocación de ahora. El silencio era entonces lo original, lo primitivo, lo artesanal. Él se convertía y me convertía en lo peatonal, en la calle, en la vida del ahora.

Y el silencio dejaba que el adentro fluyera, saliera fuera. Lo que me estorbaba era el ego, el impulso, la tendencia a la superficialidad, a esa periferia que nos vuelve opacos y ensombrece en lugar de dejar pasar la luz. El ego oscurece el mundo. El silencio es luz del mundo, clarividencia del cosmos.

El silencio, sin duda, es una confesión. Una confidencia. Una transparencia de lo que nos transciende, del misterio. Éste soy, esta es mi verdad, ésta es mi patria, la tierra firme que piso, el país en el que habito y sueño: el silencio. Ni más, ni menos. Sí, más bien menos. No, no hay vehículo directo de comunicación. Sólo el silencio, que no sabe ocultar, ni disimular, ya que siempre se puede contar con él; con él, que es diáfano amanecer.

¡Qué dolor si hubiera que abandonar este paisaje del silencio, esta locuaz geografía, para incorporarse a un mundo en guerras de egos tan injustos, tan violentos!

Sólo me atormenta la belleza oculta.