LA SEMENTERA DEL SILENCIO | |
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LA SEMENTERA DEL SILENCIO Desclée De Brouwer Bilbao, 2005 ISBN 84-330-1968-6 Ilustraciones de Carmen Mª Hernández
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PRÓLOGO
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Antepongo mi palabra a la suya, no como una imposición sino como una invitación, para mostrar al lector, desde el mismo principio del libro, cómo se puede recorrer sin prisas y sin angustias, en el sentido agustiniano, los recovecos y vericuetos del alma. Estas palabras escritas son, o quisiera ser, el pórtico; quizá mejor, el paso a otras realidades fuera de lo común, realidades que no son utópicas, sino que para el autor están ahí, realidades a las que apenas prestamos atención, como se cuenta en la leyenda del negociante de perlas; y tras ese paso estrecho, si se quiere, es desde donde se pueden descubrir otros más amplios, de belleza interior, de serena espiritualidad y, sobre todo, de reflexión contemplativa. Fernández Moratiel se introduce, casi sin quererlo, como la cosa más sencilla, en la contemplación teológica-sapiencial del hombre. Hace tiempo, 1995, escribí comentando una obra suya, Conversando desde el silencio que José Fernández Moratiel es el poeta del silencio, y no sólo el creador de la Escuela del silencio. Su poesía se sitúa en un marco extrarreflexivo en el que el sentimiento somete a las palabras a unos límites que trasciende los linderos de la razón, y de la lógica. El autor es muy consciente que al hablar del silencio se cae en un sin sentido. Por eso dice, y repite, que del silencio no su puede hablar; no caben palabras. Dios mismo es el que menos habla. En una única Palabra lo dice todo. A Dios no le hace falta argumentos, ni lógica, ni deducciones, ni tan siquiera inducciones, ni enredos, ni justificaciones. De ahí que en el libro haya ausencias de argumentos y deducciones, pero muchas intuiciones. Recurre a escenas bíblicas y evangélicas para ilustrar la importancia del silencio como requisito indispensable del encuentro de uno consigo mismo en el que el silencio sería el sendero real. Y desde esas escenas llega a análisis sutiles de la vida misma, de la sociedad, especialmente de ella en la que el hombre vive con sus ajetreos, con sus ahogos, sus temores, sus deseos; de ahí la necesidad del silencio, entre otras cosas, para desintoxicarnos de los objetos que nos hipnotizan. Sin embargo no todo lo que reluce es oro. Distingue muy bien los silencios negativos, aquellos que nacen de la angustia, del medio, de la culpabilidad, del rencor, de la envidia, del orgullo, del odio, de aquellos otros silencio positivos, que emergen de la humildad, de la admiración de la alegría, y, sobre todo, del amor. El silencio no es mudez, ausencia de palabras, es sobretodo ausencia de ego; es pura libertad, sosiego. El silencio es como un espejo donde todo puede reflejarse. En el silencio hay una inmensa unidad. Cuando uno sale de él comienza la dualidad, “donde hay dos hay dolor”, como decía Ortega. El silencio, es claro que forma parte de la misma confirmación de una conversación y contribuye a su significado. Y muestra lo que las palabras ocultan. Pero ¿es este el sentido que le da el autor? Hay en Fernández Moratiel un no se qué sencillez franciscana; desde ella se remonta a la reflexión metafísica, es decir, todo es familiar nuestro, la montaña, el agua, la alborada, la fuente, el verdor de las praderas, la alameda, esa estrella: “en tu corazón está la presencia de todo, el cosmos, el pan de los trigales, el verdor de las praderas, de todos los bosques, de todas las selvas, la transparencia de los amaneceres, la enormidad de los océanos, la quietud el sosiego de todas las montañas”. Hay que decirlo también, Fernández Moratiel, en San Agustín: ha bebido también: “No salgas fuera, dentro de ti habita Dios”. En lo profundo el hombre no carece de nada. En el mundo exterior puede que haya muchas carencias; en el mundo interior no hay necesidad de movernos de un lado para otro, porqué en el interior está la quietud, el sosiego, la estabilidad. Ese es nuestro verdadero ser. Hay, en tercer lugar, en el libro una pizca de la docta ignorancia, la “sabiduría” y no la “ciencia” de Nicolás de Cusa, la ignorancia que se hace consciente de la impotencia de todo saber racional; y hay, por último, las vivencias del dominico Maestro Eh kart, en la Mohs mística (“ruego a Dios que me vacíe de Dios”). Si hay un mundo descondicionado ese es el mundo de Dios, el mundo de la sabiduría, de la que San Pablo hace mención más de una vez. Esa sabiduría, ese poder se pone en acción en el vacío del silencio, ésta es la sabiduría del silencio. El libro es el resultado de diferentes sesiones impartidas por el autor en distintas comunidades, amablemente trascritas por gente en sintonía con el “Silencio”; evidentemente con la anuencia del autor. De este hacer, y de los que yo conozco, son: Conversando desde el silencio, La cosecha del silencio, Apareció la ternura y La Posada del Silencio. Otros son cassettes, como Palabras desde el Silencio, Encuentros en el silencio, y los audiovisuales, Diálogos de Jesús Quintero, el Loco de la Colina, titulados Viaje al fondo del hombre y Por el silencio a la paz.
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