PALABRAS A MORATIEL |
ELEGÍA I |
Está la luna llena. Canta un mirlo cuando marcho camino del trabajo. Murmura el río su canción eterna bajo puentes y sauces y la catedral tiende sus agujas de plata al cielo, como brazos levantados en última plegaria.
¿Cómo decirte que es imposible concebir el mundo sin la dulzura azul de tu presencia?
Tú, que eras mi sosiego, mi paz y mi ventura; tú, que alumbrabas flores en medio del desierto cual mago de la Vida Tú, que siempre encendías tu luz en la ventana esperando mi vuelta.
¡Qué orfandad insondable, honda de mina y pozo, nos dejó tu partida! ¡Qué orfandad despiadada, qué imposible vacío arrastro en mi mochila inexistente camino del trabajo!
Ya no serán los mismos ni los valles azules ni las verdes montañas. Ya no serán las mismas las suaves avenidas de esmeralda y de cobre donde buscaba el eco de tu voz encantada. Ya no habrá más rincones junto al chopo dorado ni el abeto del claustro querrá rozar la luna bajo un cielo de rosas… Ya no serán las mismas las hojas del otoño que aprendí a amar bajo tu tierno manto y que eran alianza de una amistad eterna. Ya no serán los mismos los nombres de mi Atlas -sólo anónimos puntos: “Capital de provincia”, igual que otros diez mil-. No llevarán, gentiles, las vías paralelas finalmente al oasis. No estará nunca más al final del camino tu abrazo cariñoso.
¿Cómo decirte, amigo, que si te vas del mundo se mueren las estrellas?
¿Cómo explorar a solas la gruta del Silencio si no voy de tu mano?
Quedaron tus palabras en un jirón de niebla de las montañas. Quedaron para siempre grabadas en el alma. Fue ligero tu paso, apenas leve huella sobre la nieve blanca, peregrino que apenas la pisa sin pisarla.
Desde tu azul estrella, cogido a la baranda, bendícenos si puedes, tú que encontraste al Dios de tus desvelos, y danos esperanza.
María Isabel Redondo Hidalgo Burgos, 14 de febrero de 2006.
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