Iniciamos nuestra excursión al
VALLE DEL SILENCIO, una hermosa mañana de julio acompañadas de un
espléndido sol que no nos abandonará en toda la jornada.
Desde León tomamos la autovía en
dirección a A Coruña hasta Ponferrada y allí la carretera que nos
lleva hasta Santiago de Peñalba, por lo que deberemos cruzar los
pueblos de San Lorenzo, San Esteban de Valdueza, Valdefrancos y San
Clemente de Valdueza.
Llegamos al pintoresco pueblo de
Santiago de Peñalba, donde nos encontramos un grupo de jóvenes
exhaustos, tumbados en el pavimento, al final de la carretera, que
vienen corriendo desde Ponferrada. Sin duda un buen trecho.

Damos un breve paseo por el
pueblo.
Es un pueblecito pequeño, pero
elegante, pintoresco, de calles cortas y empinadas, propio de la
ubicación, todas las calles muy cuidadas y limpias, y con un curioso
sistema de riego que las cruza, sin que haga falta ningún mecanismo
para que el agua se deslice suavemente por el centro de la calzada.
Comenzamos el recorrido a pie
hacia el Valle del Silencio, un agradable señor del pueblo nos
confirma el sendero a seguir, y nos aconseja que no tengamos prisa,
el recorrido no es muy largo de 30 a 45 minutos, pero tiene sus
cuestecillas. Es una caminata que termina en la cueva de San Genadio,
pero realmente el encanto y la belleza están en el propio recorrido,
que es donde se vive, se percibe y se ve el encanto del lugar.
Es difícil describir la naturaleza
en todo su detalle porque cada uno percibe características del lugar
de forma distinta, lo que sí está claro es que la mayor parte del
recorrido es casi como un cuento de hadas. 
La mayor parte del camino queda
cubierto por ramas entrelazadas que forman un pasadizo natural donde
la luz, se filtra suavemente, dándole un encanto especial,
mágico y misterioso a la vez.
Durante todo el trayecto nos
acompaña el sonido del correr del agua que transcurre casi
paralelamente al camino. Es un río de aguas limpias, claras y
frescas y en su recorrido sin pausa, el agua va saltando por encima
de las pequeñas rocas ofreciéndonos un agradable chapoteo y una
música cantarina.
El
río, un poco más bajo que el camino, nos ofrece ese frescor de lo
oculto, los musgos, los helechos y los árboles que le limitan tienen
un verdor hermoso y una espesura de plantas y árboles que sombrean
su recorrido.

Algunos de los árboles que indican
el recorrido deben ser más que centenarios, a pesar de su oquedad de
base, misteriosamente mantienen su continuidad en ramas tan gruesas
como otro árbol.
La
cuesta se hace notar para aquellos que no estamos acostumbrados a la
naturaleza; al cruzar el río se agradece el poder refrescarnos en
esa agua fresca.
Cruzarnos con la gente que vuelve
o va más aprisa, es toda una alegría, porque allí parecemos
conocernos todos; los “buenos días” o algún breve comentario es un
lenguaje habitual en los parajes naturales. Cosas en verdad curiosas
si uno lo piensa.
Al llegar a la cueva notamos
enseguida el cambio de la temperatura. En la cueva de San Genadio se
aprecia una pequeña diferencia de grados al estar situada a mitad de
la montaña. Según cuentan, San Genadio
fue obispo y al final de su vida se retiró como eremita a esta
cueva. El santo es popular en esta zona y cuenta con sus devotos,
aunque, curiosamente, esto no se aprecie en el deseo de los
lugareños de poner este nombre a sus descendientes. Una imagen suya
en el interior le representa como obispo. Un pequeño altar y un
libro facilitan la estancia en la cueva a quienes deseen recogerse
unos minutos o dejar constancia de su paso por el lugar.
Unos minutos en el interior nos
permiten descansar del paseo y gozar de la agradable temperatura que
el lugar ofrece. No tenemos prisa y, por lo mismo, reposamos
tranquilamente un rato en esta recóndita zona. No podemos avanzar
más. Nos lo impide un cercado que bordea el camino.
Regresamos por el mismo sendero. Mientras
algunas recogen orégano y pericón, otras hacemos fotografías. El camino de
regreso nos parece quizás algo más suave; el sol a estas horas del
día cae con fuerza y algunos mosquitos nos acribillan con su
diminuto aguijón, pero hay que reconocer que el lugar es encantador
en esta época del año. La naturaleza parece vestirse con sus mejores
galas ofreciéndonos toda la gama de verdes y ocres, salpicados por
el vistoso colorido de las diminutas florecillas. No faltan tampoco
mariposas que surcan con alegría el aire y nuestros ojos siguen con
interés sus devaneos por el camino.

El bar del pueblo nos acoge con hospitalidad
leonesa. Allí descansamos y disfrutamos un espléndido almuerzo con
el que reponemos fuerzas. Probamos con fruición diversos productos
de estos lares: queso, embutidos y, cómo no, un buen vino de la
tierra que alivia por un momento nuestro cansancio. Así pusimos
punto final a esta inolvidable excursión por el Valle del Silencio.
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