En el viaje de regreso de la visita que
hemos hecho recientemente a nuestra antigua parroquia de Quillabamba en las
añoradas tierras peruanas, tuvimos que cruzar una de las hermosas cumbres
andinas situadas a más de cuatro mil metros de altura. Fácilmente el sonido
de la camioneta en que viajábamos se hizo sentir en el profundo silencio que
envuelve a estas grandiosas montañas.
De repente de una de las escasas y
pobres viviendas que rompen la monotonía de las solitarias punas, aparecen
dos niñas adolescentes y dos pequeños chiquillos entre cuatro y seis años,
con el rostro quemado por un sol tropical, que apenas encuentra obstáculo
alguno en su camino para iluminar la inmensidad de la cordillera andina.
Estos niños, que desde su entrada en la vida conviven con las dificultades
del duro clima que se respira en las alturas de cuatro mil metros, han
tenido también que aprender desde su nacimiento a subsistir en la vida con
lo estrictamente imprescindible...
La camioneta se ha detenido, pues
Fedia, nuestra amable y valerosa conductora, conoce, ama y ayuda a este
pequeño grupo de olvidados seres humanos. Uno de los pequeños, llamado
Wilfredo, tiene lastimada su nariz por lo que Fedia decide llevárselo a
Cuzco, relativamente cerca del humilde hogar de Wilfredo, -ciento treinta
kilómetros aproximadamente-, este pequeño hijo de las cumbres andinas, no
conoce más que los hermosos nevados de las montañas, los cielos limpios y
transparentes que se contemplan en estas grandes alturas, los rebaños de
ovejas y llamas que pastorea desde los tres años, y poco más...
Al llegar a Cuzco, Wilfredo descubre
asombrado un mundo enteramente distinto en el que hasta ahora ha visto en su
corta vida: multitud de seres humanos que caminan de una parte para otra sin
detenerse..., Wilfredo en su lenguaje quechua sólo acierta a exclamar: "son
como hormiguitas".
No le falta razón al pequeño
Wilfredo, al decir que los seres humanos "somos como hormiguitas" que
vamos caminando por la vida en continuo movimiento. Pero Dios quisiera, que
al maravilloso instinto de esos insectos que les impulsa a trabajar en una
admirable y generosa organización, nosotros añadiéramos el privilegio de
nuestra inteligencia, regalo del Creador al ser humano.
Debiéramos detener nuestra acelerada
existencia al comenzar nuestra jornada diaria para reflexionar y hacernos
preguntas como éstas: de dónde vengo, hacia dónde camino, qué sentido
tiene la vida, da lo mismo hacer el bien que el mal, etc. Porque sino
Wilfredo, que debe salir cuanto antes de su gran pobreza material, acabaría
sumergiéndose en una pobreza espiritual mucho más profunda, donde no tendría
tiempo para rendir culto, como lo hicieron sus antepasados, al Misterio
Trascendente, manifestado en la majestuosa altitud de sus montañas, y en
los sorprendentes amaneceres y bellas puestas de sol, que se despiertan y
sosiegan la vida de cada día en las entrañas de las montañas andinas. |