El sol
estaba terminando de hacer su recorrido diario -se estaba poniendo el
sol, solemos decir-, en una de las tardes
serenas y tranquilas de la primavera pasada. Por las cumbres de la Sierra
de la Estrella, en las queridas tierras portuguesas, el astro rey, que
nos había acompañado durante media jornada, iba desapareciendo lentamente
con sobria y sencilla elegancia.
El privilegio de
asistir en silencio a la despedida de la luz de cada día, en el inmenso y
silencioso horizonte, inunda el espíritu de profundos sentimientos. Si el
sol al amanecer: es vida, es fuerza, es luz radiante...; su presencia es
el día. Cuando va cayendo la tarde: es frágil, es nostalgia, es candela
que se consume...; su ausencia es la noche. Pero el comienzo y el fin
de su peregrinación diaria por nuestro pequeño mundo siempre con una belleza
sin igual.
En estos
amaneceres y atardeceres de la Peña de Francia se contempla y se refleja la
vida humana, con sus luces y sus oscuridades, con sus alegrías y
sufrimientos. Hay como una sintonía entre el astro rey, que aparece y
desaparece en los confines del horizonte, y los sentimientos más profundos
del misterioso corazón humano. A veces después de una jornada vibrante de
gozo, tenemos que acoger la oscuridad de un sufrimiento o el declive lógico
de nuestra existencia... ¡Tantas luces y tinieblas se turnan a diario en el
misterio de la vida humana!
Alguien ha escrito
contemplando en soledad una de estas bellas puestas de sol: “Está
agonizando la tarde con gran sosiego. No cansa este silencio con
que el sol se va muriendo. ¡Ay compañero de mi alma algo se llevan
de mí estos heridos rayos de luz cuando del cerro van desapareciendo! No sé
qué es; no puedo saberlo. Ni siquiera el horizonte inmenso, es capaz de dar
cobijo a lo que siente mi corazón abierto”.
También nosotros, –pequeños
astros luminosos, estrellas fugaces del firmamento-, tenemos que
recorrer una hermosa órbita durante la jornada de nuestra vida.
Asumir las nostalgias y declives del camino recorrido, pueden y deben ser,
de una belleza tan profunda y misteriosa, como las puestas del sol
en los atardeceres de cada día... No obstante, siempre soñaremos y
creeremos en un nuevo y definitivo amanecer. Tenemos una herida incurable
y un suspiro abierto de eternidad.
En el libro del
Apocalipsis, impregnado de amaneceres eternos, al presentir la nueva
y definitiva morada, se nos dice: “No habrá ya noche, ni tendrá necesidad
de luz de antorcha, ni de luz de sol, porque el Señor Dios los alumbrará...”
(Ap. 22, 5). Pero mientras la tarde de nuestra vida va cayendo, haremos
bien en dejarnos acompañar de Jesús el Resucitado, como los dos discípulos
de Emaús, suplicándole: “Quédate con nosotros pues el día ya declina”.
Necesitamos el aliento y ánimo de Jesús, el Sol Radiante que ya
nunca tiene ocaso, vencedor de la muerte: “Porque anochece ya, porque es
tarde, Dios mío, porque temo perder las huellas del camino, no me dejes tan
solo y quédate conmigo!”
|