Entre las innumerables y hermosas
manifestaciones que nos ofrece la naturaleza en la austera y bella cumbre de
la Peña de Francia, no es la menor de ellas, la lucha o el juego -de las dos
maneras se puede interpretar-, que la luz solar nos ofrece ciertos días del
año, tratando de atravesar el espeso manto de la niebla que cubre
celosamente la montaña.
La niebla suele llegar al caer la tarde
cuando el sol va perdiendo su fuerza: unas veces lentamente, en sigilo;
otras con agresividad, aliada con la fuerza del viento. La niebla penetra y
se apodera de todos los rincones y resquicios de la montaña. La niebla
oculta los caminos, desorientando a los caminantes, e invade de añoranza y
soledad al alma humana.
El encuentro de la luz y las tinieblas,
en ocasiones es como una lucha sin cuartel. El astro rey sufre el rechazo
frontal de la espesa niebla compacta, no quedándole otra opción que una
retirada silenciosa en la espera de un nuevo amanecer. Otras veces, el
encuentro de la niebla y el sol, pareciera un juego amistoso, donde
ambos se cortejan en unas hermosas danzas de claros-oscuros bellísimos... Y
si es al caer la tarde, el juego de los colores rosados del sol que se
despide, y los plateados de una tenue niebla movida por una ligera brisa,
ofrecen un hermoso e inigualable espectáculo.
Pensamos una vez más, que la naturaleza
es símbolo y espejo de la vida humana. A nuestros momentos exultantes
de luz, de alegría, de salud, de amistad..., les suceden otros, de
oscuridad, de tristeza, de enfermedad, de fracaso... A veces las tinieblas
se apoderan de tal forma de nuestra existencia que apenas vemos salida para
escapar del callejón oscuro donde nos encontramos. Buscamos la luz, pero el
nuevo amanecer tarda en llegar. Hay también ocasiones, en que el
enfrentamiento con las dificultades y problemas de la vida, es como un reto,
como un juego; nos deja las vivencias y las fechas más hermosas e
inolvidables de nuestra existencia.
En los relatos de los evangelistas sobre
el momento de la muerte de Jesús en la cruz, nos dicen: "que llegada la
hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona"
(Marcos 15,33). Con toda certeza ha debido ser la oscuridad más profunda que
ha habido en toda la historia de la humanidad: el Señor de la Vida y de la
Luz, se sumergía en las tinieblas de la muerte. ¡El misterio supremo de
todos los misterios!
Tenemos también la certeza a través de
nuestra fe, que la oscuridad más profunda, fue atravesada y vencida
de inmediato por la luz más intensa que jamás haya existido. Y desde
que el Señor de la Vida ha cruzado el callejón del sin sentido de la
muerte, sabemos que cualquier tiniebla puede ser vencida, que detrás de
cualquier noche oscura hay una mañana radiante de luz.
Algún peregrino, cuyos pasos vacilaban
en medio de profundas oscuridades, dejó escrito en nuestra montaña, la
siguiente oración: "¡Oh Señor de la dura agonía, de la voz sedienta y
áspera, que morías en tinieblas en la soledad del cerro! Dame la fuerza de
esa luz que rasgó los velos negros, abrió caminos en desiertos, y recuperó
brillantes luceros". |