Un año más,
los creyentes cristianos nos preparamos para celebrar el gran
misterio de nuestra fe: el Dios autor de la vida, compartiendo con
nosotros el gran enigma de la existencia humana: la muerte.
Y no una muerte cualquiera, sino una de las muertes más dramáticas y
crueles, entre las innumerables que los seres humanos han creado
para sus semejantes: la muerte en la cruz.
Ante el
Hijo de Dios Crucificado que: “No tenía ni apariencia ni
presencia. Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores y
sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro,
menospreciado sin que le tengamos en cuenta”, nuestros
interrogantes sobre tantos sinsentidos de la existencia humana, se
detienen, y recobran el hálito de la esperanza, sabiendo que el Buen
Dios es nuestro compañero de camino, especialmente cuando nuestra
vida parece que se queda sin razón de ser.
Una parte
no pequeña de nuestra sociedad, frivoliza y menosprecia cualquier
cosa que trascienda la realidad material inmediata de los sentidos.
Otra ha convertido el profundo y misterioso drama de la muerte de
Dios en la Cruz, en algo estético-cultural-turístico. Se nos dice,
con bastante razón, que nos estamos quedando sin sentido de lo
sagrado, de lo santo… En una palabra, que empezamos a vivir solos en
este mundo y para este mundo, padeciendo una profunda e irremediable
orfandad.
Ante esta
triste situación, uno no puede menos de recordar a aquellas santas
madres y abuelas, que ante el dolor de la enfermedad ó la muerte,
solían acudir con lágrimas en los ojos al Santo Cristo de la Iglesia
o al que presidía la alcoba familiar, para expresar los mejores
sentimientos: ¡Más sufriste tú Señor! ¡Danos fuerzas para
llevar nuestra Cruz como la llevaste tú! También recordamos,
aquellos santos varones, curtidos en los duros trabajos del campo,
portando sobre sus sufridos hombros, las andas del Santo Cristo con
respetuoso silencio. Estas buenas gentes de gran fortaleza humana y
espiritual, siempre tenían ante sí el rostro y la mirada de Dios,
que se manifestaba con mayor intensidad en los momentos más
fundamentales de su vida.
En estos
tiempos en que la sociedad anda buscando alguien de quien fiarse,
alguien que tome las riendas de la humanidad de una manera honrada y
generosa…, los creyentes cristianos debiéramos acudir con todas
nuestras fuerzas al encuentro con el rostro del Dios Crucificado.
El Cristo Crucificado, que ya en tiempos del apóstol Pablo,
era necedad, debilidad…, para “los sabios” de entonces, pero
que para el apóstol: “esa flaqueza divina es más fuerte que la
fuerza de los hombres.”
En el
Rostro del Hijo de Dios Desfigurado y Destrozado por la
insensatez, la mentira y la tiranía humana, encontramos los
creyentes el ánimo y la fuerza para ser fieles a la verdad, a la
justicia, al perdón, al amor con entrañas de profunda compasión y
misericordia… Por eso también nosotros suplicamos con el salmista:
¡No nos escondas tu rostro Señor!
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