Aunque gracias
a la moderna tecnología, los trabajos de los actuales agricultores
afortunadamente se han hecho mucho más llevaderos que los de hace
unas décadas, no podemos menos de recordar con gran admiración y
respeto a las mujeres y hombres de aquellos años, que en los
calurosos meses del verano al caer la tarde, y después de una dura
jornada de trillar y limpiar el grano en las eras, detenían sus
trabajos para rezar el Ángelus al oír la campana de la Iglesia del
pueblo. La sencilla oración servía a los curtidos trabajadores del
campo para dar gracias al Buen Dios, por haber tenido salud y
fuerzas para realizar sus labores agrícolas, y así ganarse el
alimento de cada día y apostar por un futuro más prometedor para sus
hijos.
El agricultor
de antaño tenía puesta su vista siempre en la naturaleza: o bien,
recorría con su mirada cada surco de la tierra que él cultivaba y
cuidaba con esmero; o bien, oteaba los ilimitados horizontes de los
cielos de donde venían el agua y el sol, que daban vida a las
semillas acunadas en las besanas de sus campos. Los hombres del
campo no exteriorizaban fácilmente sus sentimientos, pero si uno los
observaba con detenimiento, se podía leer en su mirada, si el tiempo
venía bueno y ayudaba a la sementera, o por el contrario, si el
tiempo iba a ser un problema para sus campos: las lluvias suaves y
templadas de primavera y de otoño, así como los cielos abiertos y
azules del verano, tranquilizaban sus sueños; por el contrario, la
pertinaz sequía, el pedrisco de la temida tormenta, las heladas a
destiempo…, dejaban traslucir un rostro serio y preocupado…
Eran
trabajadores a tiempo completo, de sol a sol. No obstante, sabían
que sus esfuerzos eran baldíos, si la naturaleza no colaboraba, no
ayudaba. El sol, la lluvia, la tierra, y las semillas de la vida,
eran un don imprescindible para su trabajo. Pero la naturaleza
también manifestaba y manifiesta, las limitaciones que todo lo
creado lleva consigo. Cada cosecha de sus campos, era una aventura,
una vigilante espera con los misteriosos retos y vaivenes de la
naturaleza… El labrador, era en lo más profundo de su existencia un
ser religioso, sobrio y austeramente religioso: agradecía con
serenidad, las cosechas buenas; y cuando por el contrario, las cosas
venían mal dadas, se lamentaba, -a veces con fuerza-, ante su Dios,
por lo poco que había colaborado el tiempo a sus esfuerzos.
El místico
Eckhart, dejó escrito este profundo pensamiento, que si a alguien se
puede aplicar con propiedad, era a nuestras mujeres y hombres del
campo: “Dios puede hacer tan poco sin nosotros, como nosotros sin
Él.” De una manera más o menos consciente esta profunda
interdependencia la vivieron y manifestaron en sus vidas aquellas
labradoras y labradores, que con esfuerzos impagables dieron vida a
nuestros campos y a nuestros pueblos. El Ángelus del atardecer al
pie de la era, era una plegaria sencilla y agradecida, que ponía fin
a una dura jornada de trabajo, mientras el sol del verano iba
desapareciendo lentamente del horizonte de nuestros entrañables
pueblos. |