De tanto en tanto, en la Red aparece alguna imagen de un niño de un país en vías de desarrollo que luce una sonrisa amplia y clara. Y de esa imagen, y del comentario que le acompaña, surgen diferentes debates. Algo así sucedió hace unos meses, cuando la imagen de unos menores del sur de Asia jugando sonrientes a las carreras de sacos en un entorno pauperizado, construyó el debate sobre si el origen de esa sonrisa era su entorno o si esa sonrisa llegaba a pesar de su entorno.
            En la discusión subyacía la idea romántica —y riesgosa— de la pobreza como un valor moral, de la carencia como un camino hacia la pureza de espíritu. Y es hasta un punto normal que esa idea surja: tal vez no seamos conscientes, pero hemos vivido golpeados mil veces por esa noción en el arte y en la literatura. A la pobreza se le ha otorgado un componente romántico en el que se han desarrollado historias clasicas, como por ejemplo Cuento de Navidad, de Charles Dickens.
            Por otra parte, en términos generales, Occidente ha mirado con condescendencia a Oriente, fundamentalmente porque lo contempla desde un prisma económico. Yasí a pesar de la inmensidad y la diversidad de Asia, el juicio general es que se trata de un continente pobre. Sin embargo, a pesar de esa pobreza y particularmente desde los años sesenta del siglo XX, Occidente ha ido a buscar la llave de la felicidad a Oriente, contribuyendo así a la imagen romantizada de la pobreza. Ya fuera por los Beatles a través el hinduismo o a la llamada medicina china tradicional, el Tai-Chi, el Yoga o la filosofía Zen se han convertido en recursos comunes entre occidentales para alcanzar una armonía que nos llevará a la felicidad.
            Pero el concepto de pobreza tiene lecturas distintas en Oriente y en Occidente. Para nosotros, la idea de pobreza se resume en un concepto material: no tener poder adquisitivo. En cambio, en Asia este concepto abarca también el lado espiritual de la persona. Dicho de otro modo: mientras en Occidente la pobreza es una ausencia de posesiones, en Oriente existe otro concepto de pobreza: el de la falta de armonía entre lo material y lo espiritual.
            Un millonario con enorme poder económico e influencia social puede ser inmensamente infeliz al sentirse agobiado y preocupado por el mantenimiento de sus bienes y condición. Una actitud que nos recuerda al Scrooge del mencionado Cuento de Navidad. Al renunciar a una armonía entre lo material y lo espiritual y centrarse solo en la acumulación de lo que tiene valor económico, el personaje de Dickens se descubre desgraciado. Y es cuando deshacemos a la inversa este proceso cuando llegamos a la conclusión romantizada de que en la pobreza está en la felicidad.
            La armonía entre materia y espíritu es uno de los principios comunes de las diferentes filosofías orientales. Pero en las sociedades occidentales, más exactamente, en las históricamente influidas por la filosofía cristiana, los valores son diferentes. Pensemos en un momento en el ejercicio de la compasión que conduce a las obras de caridad, una virtud teologal para la Iglesia Católica, cuya influencia moral histórica en Occidente es innegable. La compasión se entiende, en un concepto plano, como hacer el bien al prójimo. No obstante, para ejercer poder ser compasivo, para poder ser caritativo, es necesario alguien sobre el que ejercerla y parecería aceptarse su estructural existencia.
            El conflicto respecto a la romantización de la pobreza no deja de ser, de alguna forma, un conflicto de percepción. La felicidad no está en el dónde, sino en el qué. Recordemos las fotos aducidas al comienzo. La felicidad está en armonizar lo material —algo con lo que jugar— y lo espiritual —el juego, connatural a la niñez—. En la sencillez del juego, y no en el entorno. Y respecto al escenario, tal vez confundamos lo pobre ("que no tiene lo necesario para vivir", dice el Diccionario de la RAE) con lo sencillo ("que no tiene lujos ni adornos excesivos", define el mismo diccionario). Aunque no deja de ser curioso que a lo que resta complejidad le llamemos empobrecimiento, en vez de sencillez.
            Y como siempre: no basta con contemplar románticamente esa realidad, hay que trasformarla entre nosotros y ellos para que alcancen un Desarrollo sostenible.

 

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