CUADERNO DEL CAMINANTE

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Cuaderno del caminante

 

 

Es la hora de Simón Vela, ¡ya era hora!

 

 

¡Largo me lo fiáis, pardiez!, dirán algunos. Aquí sí podemos decir “cuenta la leyenda…”, porque mucho más no se sabe, que Simón Rollan/Roldán -no sabemos si terminado en “d” o no, como la Chanson de Rolland- era un muchacho francés, algunos dicen que fue un novicio o un donado, un buen hombre acogido a la comunidad franciscana de París; otros que un mendigo de la zona que iba de pueblo en pueblo. Yo me quedo con la versión más bonita en la que Simón era estudiante de la Sorbona de París, de familia acomodada, quien al morir sus padres y habiéndole dejado una pequeña fortuna, la repartió entre los pobres. Un gesto de desprendimiento muy propio de la época en quienes deseaban vivir el cristianismo de manera más radical, siguiendo el modelo de S. Francisco de Asís, que él conocía bien si damos por buena esa tradición de que vivió acogido a la comunidad franciscana. Sigamos con Simón como estudiante de la universidad de la Sorbona.

 

En la Sorbona enseñaron dominicos como San Alberto Magno, Sto. Tomás de Aquino y algunos más; en ella se formaron los primeros frailes de la Orden y han seguido haciéndolo hasta la actualidad. Era y es una buena escuela de formación para dar salida y entrada a los deseos de saber, de fundamentar, de disputar, clarificar y dialogar sobre la cultura y la fe. Fueron famosas las “disputatio” que se daban entre los profesores con planteamientos filosóficos y teológicos con distintos puntos de partida…

 

Simón allí soñó, imaginó, debatió, preguntó hasta extenuarse sin rendirse, lanzándose mundo a través para comprobar si sus sueños y anhelos que lo desvelaban, podían hacerse realidad. Y lo logró, vaya si lo logró, aunque fuese lejos de París, que bien vale una misa -frase quizás apócrifa, que se atribuye a Enrique IV, navarro, aspirante hugonote (protestante), al reino de Francia, convertido al catolicismo para poder aspirar al trono francés-  y, sin duda, muchas más misas, pudiendo concretar sus desvelos -¡Simón, vela y no duermas, vela y no duermas!- en una peña lejana de su Francia natal y terminar en una Peña de Francia casi desconocida, topándose con su Notre Dame castellana, morena, que lo esperaba en una cueva lejana… “Sólo aquellos que se arriesgan yendo lejos pueden encontrar lo lejos que pueden llegar”. (T. S. Eliot.).

 

Y Simón se arriesgó a ir lejos, sin más brújula que la de la fe, la voluntad firme y la esperanza de un sueño en duermevela. Hay sanas obstinaciones que bien merecen tenerse en cuenta, porque con voluntad firme, sin duda, se llega a buen puerto. Y si el puerto no es bueno, no es problema de la voluntad, has llegado y ya habrá tiempo de corregir los cuadrantes para seguir navegando. “El carácter es la energía sorda y constante de la voluntad” escribía el dominico francés Enrique Lacordaire. El mundo, sin duda, es de los esforzados, y Simón Rollan/Vela lo era.

 

Su anhelo de santidad lo llevó a una vida austera -es cuando algunos dicen que se hizo franciscano, pero parece que no-. Como en toda época, muchos de los franceses que habían repoblado la sierra de Salamanca, regresaron a su tierra o quizá, como ahora los que han emigrado a Europa, volvían para pasar una temporada de vacaciones (es mucho decir), o de añoranza por la tierra y visitar a sus familiares. La nostalgia, la morriña, la saudade… invitan a regresar, porque en la distancia se magnifican lugares, vivencias y ese echar de menos a la familia. Nostalgia, gran error. Ya decía Giovanni Papini, quien primero fue escéptico y ateo, pasando después a ser ferviente católico: “Fue necesario que saliera del pueblo, para darme cuenta de que no merecía la pena haberlo dejado”. Van unidas ambas actitudes: extrañar -así dicen los latinos a sus añoranzas en la distancia- y magnificar. La melancolía tiene su parte dulce y su parte de tristeza. Entre sus noticias estaba la ubicación de su casa y tierras serranas y cómo se encontraban a la sombra de la Peña de Francia, nombre que le habían puesto sus moradores de aquellos valles y serranías. Pero vayamos despacio…

 

En París, Simón escuchó hablar de la tal Peña de Francia, y la curiosidad y afán de aventura y peregrinación prendió en él de tal forma, que preguntó a cuanto francés escuchó hablar dónde se encontraba la tal Peña de Francia. Nadie supo decirle con  exactitud. Las coordenadas geográficas de entonces no le permitían tener una idea que lo sacasen de su anhelada curiosidad. Se encaminó a la Bretaña. Nada. Decidió entonces peregrinar a Santiago de Compostela. Era lugar de referencia para caminantes, peregrinos, gentes que deseaban cumplir una promesa o redimir alguna culpa. Puesto en camino -llevando en el corazón el comecome de la Peña de Francia- llegó a Santiago para cumplir su promesa y ganar las indulgencias, que entonces tenían sumo valor para la salvación del alma. En Santiago escuchó hablar de nuevo sobre la existencia de la Peña de Francia. Nadie sabía darle señas exactas, sólo la vaguedad de unas indicaciones castellanas.

 

Con la fe que le caracterizaba, con la convicción profunda de que no había oído ficciones, sino realidades a otros compatriotas en París o a peregrinos del Camino de Santiago, púsose en camino hacia Salamanca, siempre con la misma ansiedad: encontrar esa Peña; algo le decía que allí -la leyenda siempre habla de “sueños” visionarios- tarde o temprano daría con el lugar. En su mente y corazón ardiente de peregrino, el ardor religioso le hacía concebir la idea de que “algo o Alguien” estaba esperándolo. Pasó antes por Toro (Zamora). Simón llegó a Salamanca, en las condiciones que podemos imaginarnos: maltrecho, cansado, maloliente, un tanto harapiento, con bordón, concha de peregrino y zurrón para la comida y el agua, pies hinchados y corazón ansioso por saber, por encontrar…

 

En la plaza del Corrillo -aún se llama así- se reunían los carboneros que vendían carbón de encina y picón, el picón estaba hecho de ramas no solo de encina (taramas) sino de pinos y jaras, apropiado para braseros, que resiste y da calor muchas horas una vez prendido. Se conservan en el folklore popular muchas canciones que hacen referencia al carbón de encina y picón. Los carboneros pregonaban con grandes voces la calidad de su carbón ¡carbón de la Peña de Francia! ¡carbón de encina! ¡carbón de picón! ¡carbón de la Peña!; la denominación de origen daba garantía al producto ígneo. Simón vio el cielo abierto: al fin, oía el nombre esperado durante tanto tiempo: Peña de Francia. Preguntó y preguntó. Casi nadie le daba referencias y los carboneros eran remisos a contar dónde se ubicaba la tal Peña, no fuera ser que… descubierto su filón de negocio, alguien invadiera su fuente de ingresos. Piensa el ladrón que todos son de…

 

Pues bien, en esa plaza donde iban a parar el gremio de los carboneros de la sierra, en la que hacían sus trueques e intercambiaban todo tipo de noticias, en ese mercado semanal -la ciudad, con sus calles y plazas, estaba dividida por gremios; en eso no se ha evolucionado mucho en nuestras ciudades: la zona de los bares, la zona de los tiendas textiles, la zona de las zapaterías, etc.- Simón vio el cielo y la tierra más que abiertos, luminosos, porque su corazón y su mente y sus oídos ávidos estaban siempre atentos a cualquier noticia que pudiera sacarlo de su angustia y de su búsqueda de La Peña de Francia.

 

Algo de castellano había aprendido en su largo recorrido para salir de apuros: entre francés, latín y castellano, podía preguntar. Nada le aclararon, más bien desconfiaron de él por su pintas andrajosas de peregrino. Quizá pensaron los carboneros, hombres silenciosos y recelosos, y un tanto adustos, de la sierra, poco dados a contar y cantar, que el tal “franchute” les iba robar.

 

Quedaba en aquellos carboneros mucho, por no decir todo, del espíritu comercial judío y de las desconfianza morisca. Nada más lejos en la mente y corazón confiado de Simón, buen muchacho -ya no tan joven- con una idea fija en su corazón: dar con la Peña de Francia. Llegada la noche, Simón, con cautela y a distancia, los siguió. Caminaron largo por aquellas trochas y campos salmantinos, sin más guía que unos bueyes, sus carromatos traqueteantes y unos candiles. Varios altos en el camino para descansar. Simón, a distancia, no queriendo ser visto. Las voces interiores que tantas veces había oído en sueños: “Simón, vela y no duermas; vela y no duermas!” iban tomando forma y lo convirtieron en el primer peregrino anónimo de la  Virgen de la Peña de Francia. Parece que en San Martín del Castañar perdió de vista a los carboneros y fueron unas mujeres que estaban a la solana, quienes le indicaron dónde estaba La Peña. Las mujeres, como en la resurrección de Jesús, son las más comprensivas y las mejores trasmisoras de la esperanza de los hombres buscadores.

 

Simón, cual Moisés ante el Sinaí o ante la Tierra Prometida, sintió henchido su corazón y no perdió tiempo en encaminarse hacia su soñada Peña de Francia. Caminó y caminó; exhausto llegó hasta la cima cuando ya era de noche; tumbose a dormir en una covacha, con los guijarros clavándosele en la espalda. El sueño lo venció. Una tormenta de rayos y truenos lo despertó, dolorido y maltrecho como estaba. Parece, según contó después, que volvió a oír la voz interior: Simón, vela y no duermas. Era la voz del desasosiego de su búsqueda, la fuerza interior preclara que le hacía estar despierto, vigilante, ansioso. ¡Vigilad y orad para no caer en la tentación… del desánimo! repetía Jesús en sus encuentros con el pueblo igualmente anhelante de palabras nuevas y sabias.

 

Simón, aterido de frío, esperó hasta el amanecer, rezando, viendo caer la lluvia torrencial a la entrada de la cueva. Si se le apareció la Virgen o no, no sabemos. Las leyendas… Lo cierto es que algo/Alguien le guió hacia unas rocas algo más al fondo de aquella covacha no muy profunda, intentó apartarlas, pero eran piedras pesadas, apartó algunas como pudo llevado de esa intuición firme que suele a todos decirnos: escucha al corazón, que tiene sus buenas razones para apuntalar lo que la mente te sugiere o que te hace dudar, o a veces no comprende del todo. Apartó las que pudo. Vislumbró la imagen de la Virgen y al no poder sacarla por sí solo, regresó a San Martín del Castañar a pedir ayuda. Les contó la maravilla de su hallazgo. No le costó que le creyeran porque ya todos tenían noticia o profecía de que allí algo había. Todos sabían lo que Juana, la “moza santa de Sequeros” como ya era conocida, había vaticinado.

 

La gente de los pueblos siempre está ávida de noticias sorprendentes, de hallazgos milagrosos, de fenómenos naturales o sobrenaturales, que den sentido y forma a sus leyendas ancestrales y a su imaginación calenturienta para pasar las largas noches de invierno. Es una sana actitud que los mantiene crédulos y creyentes y no escépticos y aburridos. Los cuentos y fábulas escuchados de sus abuelos al calor del lar, les daba sentido a su vida monótona de campesinos. ¿Quién no vive de los cuentos infantiles y leyendas milenarias? Ni aquellos serranos ni nosotros ahora queremos morir de frío.

 

Con Simón subió una cuadrilla de seis hombres del pueblo para remover pedruscos y excavar en el cueva con cuidado y ¡de repente! tras apartar un enorme pedrusco, apareció envuelta la imagen de la Virgen con el Niño en brazos, de madera, intacta, madera recia de encina, guardada durante siglos, quizá dos, tres siglos. Permanecieron absortos, en silencio aquellos seis hombretones junto con Simón, oraban quizá. Era el 19 de mayo de 1434. Tenía que ser en mayo, claro, el mes de María. Regresaron raudo a contar el maravilloso hallazgo y pronto comenzaron los lugareños a subir a La Peña, a contemplar aquel tesoro, a dar gracias a Dios y a María por haberlos bendecido con tan prodigioso hallazgo, que cambiaría sus vidas y la vida de la zona para siempre. Se había hecho realidad la profecía de Juana Hernández, la moza santa de Sequeros, quien lo había predicho diez años antes. Pronto corrió la voz por aldeas y villorios vecinos. Pronto se iniciaron las subidas a La Peña de todos los lugares, querían ver a la Virgen, orar, pedirle favores, sentir su mirada prodigiosa y milagrosa que no tardaron en experimentar. No se hizo espera en construir una pequeña ermita que acogiese a la Virgen, que ya denominaban la Virgen de la Peña de Francia.

 

La noticia llegó a la corte de Juan II de Castilla, quien un buen día subió por aquellas trochas y caminos trazados por bueyes y carretas, por mulos cargados y caballos de tiro y carga. Nadie escatimó esfuerzos. Llegado el rey Juan, no dudó en entregar la posesión de toda La Peña de Francia, que de nadie era, -célula real que se conserva- a los dominicos y de hacerles el real encargo de construir una iglesia y convento para custodia y difusión de la devoción de la Virgen de La Peña. Corría el año 1436. La devoción popular estaba ya bien enraizada, asegurada, y en buenas manos.

 

Simón dejó de llamarse Simón Rolland, Rollán o Roldán, para llamarse Simón Vela, quizá comenzaron a llamarlo así cuando él contó lo que en sueños oía con insistencia. Los pueblos son muy dados a cambiar nombres o motejar, y lo de Vela era una buena referencia al soñador y bueno Simón. Ahora era más castellano/francés que ningún otro. Jamás regresó a su tierra. Había entrado en su Tierra Prometida y allí se quedaría velando, custodiando, orando, recibiendo a cuanto peregrino subiese a La Peña. La Virgen lo protegía y velaba por su sueño y su vida. Nada es imposible para el corazón que anhela y confía.  Simón Vela falleció el 11 de marzo de 1438.  No vería los inicios de la construcción del Santuario unos años después, 1445. Eso ya le daba igual. Fue enterrado junto al altar de la Virgen, siendo sus restos trasladados posteriormente a la iglesia de Sequeros, junto a la tumba de Juana, la moza santa. Reposan ambos en la paz de la iglesia de Ntra. Sra. del Robledo.

 

La Gruta de la Virgen, en la llamada Capilla de la Virgen Blanca, siendo como es la Virgen morena o casi negra, lugar de su hallazgo, es continuamente visitada por creyentes y curiosos sin par. Tras haber ascendido hasta La Peña, ahora descienden unos metros para visitar la cueva del hallazgo y depositar allí peticiones anónimas, flores, fotos, estampas.

 

Desde entonces los peregrinos y gentes de buen corazón, encuentran en La Peña una luz nueva para sus vidas. Escucharlos sobre los favores agradecidos a la Virgen de la Peña es una delicia de fe y esperanza. Los ramos de flores se suceden, los cirios no se apagan y la fe se siente con una vibración especial, porque la oración confiada plenifica sus vidas y la nuestra. Romances, cantos y escritos se suceden unos a otros para dar forma a ese sentimiento de adhesión cristiana a la Virgen de la Peña, de la cima, auténtico foco de luz, verdadero imán atrayente al que es difícil sustraerse.

 

Una fuente, la de Simón Vela, -“que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche…” cantaba San Juan de la Cruz-, abundante, generosa, cantarina, brota día y noche para cuantos al subir o al bajar quieran su sed saciar.

ROMANCE

A la hora de los maitines,

durmióse en Francia Simón

y al terminar los latines,

oyó esta divina voz:

No te duermas Simón Vela,

mi imagen está escondida

en una peña lejana

y tú debes descubrirla.

Nueve años costó al buen fraile

la peña buscar, pero al fin quiso Dios

que en España la fuera a encontrar…

Por ser tan blando tu pecho,

te llaman la de la Peña

y siendo de Salamanca,

el nombre de Francia llevas.

A tu Peña he de subir,

clavel de la tierra charra,

pues no me quiero morir

sin verte otra vez la cara.

Dulce tiene su son mi guitarra

cuando va a rondar, a mi gran devoción,

a esa charra que en la Peña está…

 

 

 José Antonio SOLÓRZANO dominico