CUADERNO DEL CAMINANTE

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Cuaderno del caminante

 

 

EL Padre ANDRÉS...  el de La Puebla

 

Desde el mirador de la Peña, dirección norte, se divisa la sierra de las Quilamas, una sierra hecha de leyendas y misterios. En las estribaciones de esa montaña, en la Fuente del Espino, cerca del pico del Cotorro, nace un río que, sin mucha alegría por su pobre caudal en los inicios, va regando algunos pueblos en su camino hacia el Duero. Es el río Yeltes. Su paso por esos pueblos, diseminados por la llanura, va sellando algo común en todos ellos y es el añadido “de Yeltes”, que hermana a todas esas localidades del campo charro.

 

Puebla de Yeltes es uno de los primeros pueblos en dejarse animar por el paso de este riachuelo. Sus casas, apiñadas en torno a la iglesia, duermen en el pequeño desnivel donde la planicie se desliza hacia un terreno de suave pendiente; a sus pies el río Yeltes salpica de vida sus huertos, mientras se pierde buscando otro horizonte mientras va enriqueciendo su caudal con otros riachuelos que lo convierten en río más serio.

 

Ahí, en Puebla de Yeltes, nació el Padre Andrés Hernández Herrero. Fue el día el 31 de julio de 1924. Hijo único de padres en buena posición, comenzó a estudiar derecho, tras haberse formado como colegial en los Salesianos de Salamanca. Parece que pronto descubrió una vocación distinta al derecho, y decidió ingresar en la Orden Dominicana. Eso supuso afrontar un reto doloroso ante sus padres. ¿Cómo desprenderse de ellos siendo el único que podía acompañar sus días? ¿Cómo privarlos de su apoyo y compañía en la vejez? Dura fue su lucha para tratar de convencerse y convencerlos, -más a su padre-, de que su vocación era real y debía seguirla por encima de todo. Así lo hizo, no sin dolor, pero sí con decisión. Una tormenta, de ésas que asustan a los labradores en verano porque destruye sus cosechas, descargó un rayo en el campo donde se encontraba su padre. Allí, en las tierras que él trabajaba, dejó su vida.

 

Ese hecho no tumbó su vocación, quizá la depuró. Su futuro de terrateniente en La Puebla, quedó aparcado y siguió los pasos que le fue marcando la formación dominicana. El 8 de abril de 1950 fue ordenado sacerdote. Su pueblo vivió un momento especial de alegría y alborozo. No fue una fiesta reducida a la familia, ya que una de las virtudes de los pueblos es que los acontecimientos, buenos y malos, se viven con sentido comunitario, fue fiesta y de las grandes. En esa iglesia de San Gil, sus paisanos celebraron y disfrutaron la llegada de un dominico-sacerdote nacido entre ellos. En la espadaña de su pequeña iglesia ondeó durante años la bandera blanca que señalaba a todos que allí había celebrado su primera misa uno de sus hijos.

 

Concluidos sus estudios de filosofía y teología comenzó su dedicación a lo que sus superiores fueron determinando. Tres etapas podrían definir su vida.

 

La primera tiene lugar en Caleruega, Burgos, donde ejerció como “maestro de novicios” durante ocho años. Su entrenamiento para este cargo fue Palencia, donde ejerció como submaestro a junto al famoso P. José Merino. Concluidos esos años, segunda etapa, decidió embarcarse a América. Nada le impedía iniciar su labor misionera en otras tierras. Lima fue su destino. Allí llegó en 1970 trabajando en la parroquia de San Juan Macías, pasando enseguida a la misión de Puerto Maldonado. Aquí se desvivió por enseñar, predicar y acompañar y lo hizo durante trece años. Lo realizó todo desde la cercanía, la discreción y la sencillez, notas que caracterizaron siempre su trabajo.

 

El año 1985, tercera etapa, regresa a España para hacerse cargo del Santuario de la Peña de Francia. Fueron años de mucho trabajo, pero realizado con entusiasmo. En la Peña pudo dar rienda suelta a su devoción mariana, trabajando con interés por atender a los peregrinos. Desde niño había contemplado, desde la puerta de su casa, la silueta del Risco y había subido con sus padres a visitar a la Virgen morena. De joven estudiante dominico, acompañó al P. Constantino en aquel recorrido por los pueblos de las provincias limítrofes a la de Salamanca, tratando de recaudar dinero y reconstruir las ruinas en que se había convertido el santuario. Todo ello supuso una experiencia imborrable, que marcó para siempre su vida. Esa devoción a la Virgen lo acompañó siempre y la llevó consigo a todos los lugares por donde discurrieron sus días. Por eso, vivir y trabajar en el santuario fue para él una ocupación gratificante, aunque no faltaran contratiempos. Durante trece años vivió, se desvivió, porque la vida religiosa siguiera fluyendo en aquellas alturas. No todo fue llevadero en aquellos momentos. Llegaban cambios de todo tipo y con ellos, incomprensiones, fricciones y desencuentros. Todo lo supo llevar con mesura y delicadeza. Pero su estancia en Lima había dejado una huella profunda en su espíritu. Había trabajado, había sido “útil” y deseaba, a sus 74 años, volver a prestar servicio a aquellas gentes de Lima, y sí mostrar que seguía en pie colaborando todas sus fuerzas, aunque cada vez fueran más reducidas. Allí había disfrutado del cariño manifiesto de los feligreses de la parroquia de San Juan Macías. El cariño, siempre lo afectivo es lo efectivo,  lo reclamaba con cierta añoranza.

 

El paso del tiempo fue quebrando su salud y el año 2012 hubo de ser trasladado a España para integrarse en la Enfermería que los dominicos tenemos en Villava, Navarra. Allí vivió tres años afrontando los quebraderos que iban apareciendo en ese tramo final de su historia.

 

El 6 de noviembre de 2015 abandonó este mundo, dejando tras de sí el grato recuerdo de quien fue siempre un buen compañero/hermano. En la cabecera de su cama, un cuadro con la imagen de la Virgen de la Peña de Francia y la estrofa del estribillo de su himno: “En las culpas y penas de mi pobre alma, la Virgen de la Peña es mi esperanza”. Seguro así fue para él  siempre y, especialmente, en ese trance final.

 

En la Peña quedó su huella de persona cercana, amable, prudente. Discreto y poco efusivo, como corresponde a los habitantes de su Castilla, pero siempre servicial. Los que se acercaban al santuario sabían que allí encontrarían consuelo para sus penas, escucha atenta para sus desahogos, comprensión para sus debilidades. Su recuerdo no se ha borrado y son muchos los que lo recuerdan con cariño, no falto de admiración. Los que convivimos con él en estas alturas, disfrutamos de su bondad, de su buen hacer, de su interés e ilusión por que la Peña siguiera siendo faro para los que caminan por el llano y, de cuándo en cuándo, suben hasta la cumbre a dejar ante la Virgen su vida, con sus penas y alegrías.

 

El ejemplo de los frailes entregados con ardor a esa labor de animadores de la fe, sigue impregnando este lugar que ha contado a lo largo de los años con frailes valiosos, de fe profunda, hechos de fervor y amor a Dios, a estas tierras y a sus gentes.  

 

 

 

Fr. Salus MATEOS, dominico

Valladolid 2020