Las Organizaciones No Gubernamentales para el Desarrollo (ONGD) han sido y son importantísimas protagonistas del activismo social. Desde Río-92 vienen presionando con éxito para imponer su agenda alternativa. Viena-93, Pekín-95, Kioto-97, han sido bancos de prueba de su creciente potencia. Y así por ejemplo, su capacidad movilizadora ha contribuido a popularizar el Comercio Justo y el Desarrollo sostenible.

Refiriéndonos sólo a España, pocos de los 4,5 millones de españoles que contribuyen a su financiación parecen saber demasiado de los intríngulis de su tarea. A esa conclusión se llega al menos a partir de un reciente sondeo de la Coordinadora de ONG de Cooperación para el Desarrollo (CONGDE), que engloba a unas 400 organizaciones. Un 86% de los encuestados se declaraba convencido de su eficacia y de su capacidad para mejorar la vida de las poblaciones que atienden, pero sólo un tercio creía que la gestión de sus fondos era transparente. Las respuestas dejaban además al descubierto la realidad de una base social que ignora en qué consiste realmente la ayuda que ofrecen y quiénes son sus financiadores fundamentales. Pero nada de esto parece minar la confianza social en la bondad intrínseca de estas ONGD.

El Gobierno aportó en 2004 un pequeño suplemento a la cantidad recaudada para "fines sociales" a través de las retenciones del IRPF. En total, el cheque del Ejecutivo fue de algo más de 3,5 millones de euros para que la suma destinada a las ONG alcanzara el techo mínimo de 118,8 millones de euros, que pactó el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales con la Plataforma de ONG de Acción Social, como compensación a un desajuste presupuestario. Pero un tercio de los contribuyentes no tacha ninguna casilla y el Estado se queda con ese dinero. El dato es importante porque revela una cierta bolsa de desinterés ciudadano por el destino de ese pequeño porcentaje de sus impuestos que para las ONG sería, sin embargo, un pellizco fabuloso.

Por otra parte, nadie sabe a ciencia cierta cuántas hay. Víctor Pérez-Díaz y Joaquín P. López Novo, que publicaron en 2003 el informe El tercer sector social en España, calculaban que en nuestro país hay más de 15.000. Si se contabilizan las que pertenecen a las dos grandes agrupaciones, la citada CONGDE y la Plataforma de ONG de Acción Social (que abarca el grueso de las que se dedican a este tipo de ayuda), la suma no llega a las 3.000.

Pero si el número total es incierto, de lo que no cabe duda es de su solvencia económica. El presupuesto global de las que están integradas en ambas agrupaciones está en torno a los 2.000 millones de euros anuales, y sus recursos humanos incluyen más de un millón de voluntarios y unos 200.000 asalariados.

Mucho poder, mucho dinero, para luchar contra la pobreza, la marginación, la exclusión social, etc. Pero también para fortalecerse y crecer como auténticas empresas y ejercer desde esta dimensión un poder de lobby en la sociedad a favor de los intereses de un determinado colectivo. Los tiempos del mero altruismo han dejado paso en algunas –las denominadas “grandes”- a enormes estructuras que combinan la presión política con la captación de cuantiosos recursos económicos.

Cuanto más potente la organización, más poder de captación de ayudas y socios, y también es verdad, más capacidad de actuar en el frente elegido. Pero los equilibrios son complicados. Ya es sintomático que las propias organizaciones –que precisamente no están faltas de autoestima- sean bastante susceptibles a cualquier intromisión ajena y ser bastante desconfiadas a ofrecer ciertos aspectos de su actual realidad. Parecería ser que es una reacción que no se limita al caso español, que es el que interesa.

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