Hay
personas que pasan por el mundo y no se les echa tanto en falta cuando se
van. No es este el caso. El Padre Claudio es de los que deja huella.
Pasa el tren de la vida sobre las
vías de los días y se llenan de extraños los vagones por los que
caminamos, sin apenas tiempo de mirar por las ventanas el paisaje que se
desdibuja al otro lado del cristal. Demasiada velocidad para apreciar el
contorno de las cosas, la magia de los instantes felices, el sabor de las
pequeñas pasiones. Demasiadas estaciones para lograr la estabilidad y
cierta serenidad, demasiados viajeros en constante tránsito a nuestro
lado como para poder conocerlos un poco y saber a dónde van, de dónde
vienen, qué necesitan, qué buscan, qué han encontrado.
Extraños en un tren de rumbo
cambiante y destino desconocido. Atravesamos los más hermosos lugares de
nuestras vidas sin apenas tiempo para detenernos y retenerlos, porque en
seguida el silbato imperioso de las convenciones y los deberes nos obliga
a subir de nuevo al vagón para ocupar un asiento más entre los
desconocidos, a los que preferimos no prestar atención para no correr
riesgos. Muchos de estos desconocidos no son gente forastera en nuestra
piel, muchas veces comparten genes, también besos o abrazos, incluso
intimidad o débiles secretos de confianza incierta. Quizás la solución
para muchos males sea cambiar de tren, pasarse a uno más y no tener prisa
en ninguna estación. Quizás así lográramos verdaderos amigos,
verdaderos sueños, verdaderos viajes.
Quisiéramos hacer llegar al Padre
Claudio todo lo que sentimos por él y no le dijimos, aunque él y
nosotros lo supiéramos. Fuiste lo mejor para nosotros. Lo mejor que nos
pudo pasar fue viajar en tu tren y conocerte, quererte, disfrutar y sufrir
contigo. Nos hubiera gustado que el viaje fuera más largo, haber
saboreado más todos esos momentos felices.
Nunca te olvidaremos.
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