“MORENA DE SOL Y VIENTO”
Acercarse a la Peña de Francia desde Salamanca es contemplar, de forma
resumida, lo que define al campo charro.
Es un
terreno suave, un tanto monótono, hasta llegar a los pies de la montaña
donde todo se vuelve diferente.
Allí comienzan a verse los helechos que cubren el monte bajo; en esta zona
abundan los robles, pero pronto son absorbidos por los pinos. Poco a poco,
solo quedará ese pino como árbol que aguanta las alturas y sus
consecuencias.
Hasta
ese momento el paisaje de la llanura es variado, un poco mortecino en
verano. En esa estación pueden contemplarse cereales, encinas –la encina
charra copuda y firme- que se mantiene viva venga el tiempo por donde venga.
Es ella la que congrega en su entorno a los toros que viven aislados en sus
dehesas, formando una familia silenciosa mientras van consumiendo lo poco
que el campo les ofrece. Bajo esas encinas miran aburridos el paso de los
coches y sortean los calores veraniegos. Ahí viven con impaciencia el
momento de enfrentarse a otra realidad más prosaica.
Dehesas
hay muchas y variadas. Junto a la casa solariega que acoge en verano a sus
dueños, destaca la pequeña capilla, un lujo inveterado que en estos tiempos
no tiene la vida que tuvo. Ella congregaba a amos y criados, nivelando así
las desigualdades que durante la semana distinguía al hacendado del obrero,
ese que trabajaba las horas del día, sobrellevando el frío y el calor.
La Peña
vivió en algún momento corridas de toros, acogiendo allá arriba, a toreros
de fama que entretuvieron las tardes de quienes habiendo subido a ver la
Virgen se topaban, de improviso, con esta costumbre enraizada de antiguo en
estas tierras. A algunos les cuesta creerlo, pero así fue. Por allí pasaron
Jumillano, Posada y algún otro de segunda categoría. Los toreros salmantinos
suben con frecuencia a ver a la Virgen.
Julio
Robles, entre otros, era asiduo en la visita anual a la Virgen de la Peña y
cuando un percance lo dejó en silla de ruedas, todavía llegaba hasta el
santuario a cumplir puntualmente con su devoción.
Por
estar en Salamanca, tierra de toros, no fue raro que dos jóvenes dominicos
de los años cincuenta, se decidieran a reflejar toda esa combinación de
ambiente taurino y devoción a la Virgen componiendo para ella un pasadoble.
Se llamaban José María Guervós, letrista, y Javier María Vicuña, músico.
Aquél salmantino; éste navarro. El pasodoble recoge lo que es esta tierra
donde el toro tiene un permanente protagonismo. En esos momentos de
incertidumbre y riesgo que conlleva sortear el envite del animal en la
plaza, siente el torero esa seguridad que emana de percibir cerca a la
Virgen: “Entre mi capote grana, siento tu luz que me guía; junto a la
cruz de mi estoque tu mano sobre la mía”.
Imaginamos al poeta y al músico ajustando palabras a las notas musicales;
revisando y repitiendo para lograr lo que deseaban transmitir. Los imagino
sobre una de aquellas rocas, aislados del resto, tarareando la melodía,
cambiando palabras, buscando la mejor cadencia, manteniendo el ritmo a fin
de conseguir la mejor combinación de palabra y música.
Desde
aquellas alturas contemplarían, en momentos de silencio, el campo que se
extiende por la llanura y allí aparecería la encina, ese árbol adusto,
firme, seguro, imbatible a las inclemencias del tiempo y que asemeja para el
torero la seguridad de contar con la protección de María. Así lo
testimoniaron: “Encina que me da sombra, brisa que mi frente seca; agua
que besa mis labios, mi Virgencita morena”.
Y tras
una cascada de notas solitarias introducían un estribillo alegre y
entusiasta: “Virgen de Peña de Francia, morena de sol y viento. Yo te
ofrezco el clavel rojo de mi capote entreabierto”, para concluir con una
sencilla petición: “Cuida tú, Madre, mi vida cuando la juego en el ruedo.
Virgen de Peña de Francia, morena de sol y viento”.
Seguro
que, al terminar su trabajo, pulido una y otra vez, volverían satisfechos
para interpretar ante sus compañeros dominicos el hallazgo de una nueva
canción a la Virgen. Y la cantarían. Es lo que heredamos los que seguimos
sus pasos bastantes años después. Es lo que todavía cantamos cuando reunidos
con amigos, sellamos el encuentro con este pasodoble. Tenemos la ilusión de
que su melodía siga sonando en estas alturas. Es un modo festivo de saludar
a la Virgen, dejando a sus pies la misma petición del pasodoble, con la
seguridad de que ella cuidará de nosotros en el ruedo de la vida.
Salustiano MATEOS, dominico
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