CUADERNO DEL CAMINANTE |
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El santuario y sus variados visitantes
Turista es quien pasa sin carga ni dirección. Caminante, quien ha tomado la mochila y busca. Peregrino, quien, además de ir cargado y de buscar, sabe arrodillarse cuando es preciso. (Ballarín)
La Peña de Francia -1723 metros de altitud- es un observatorio singular donde se contempla el comportamiento de la familia humana. La iglesia es una parte significativa de ese observatorio. Por allí pasan grupos variados. Sorprende ver a los que entran con ropas mínimas, con las que nunca se presentarían en ningún acto público; allí lo hacen sin pensar dónde está lo correcto dado el lugar que visitan. Uno se siente inerme ante la descortesía, -¿mejor desfachatez?- de quienes se permiten atravesar la iglesia como si se tratara de una playa soleada. El respeto va siendo algo exótico para algunos. Casi siempre esos comportamientos desafortunados van acompañados de la manida frase: “vivimos en democracia”. Sin comentarios, pienso. Todo da igual. Tal vez ignoren que la iglesia es un lugar distinto donde las personas acuden a rezar, a pensar, a dejarse invadir por la paz que supone estar en un espacio que han transitado muchos hombres y mujeres deseosos de acercarse a Dios. El lugar “sagrado” para ellos no existe. ¿O es la ignorancia que va invadiendo sus mentes? Puede ser. Aquí nadie impone u obliga a nada. Se espera de quien llega que sepa comportarse como el lugar requiere.
En esos momentos me gusta fijarme en las familias. Son muchas las que llegan con críos pequeños, esos a quienes gusta corretear, liberarse de la mano de los padres y sentirse en libertad. ¿Cómo reaccionan los padres? Es curioso. Los niños, sintiéndose en un lugar amplio donde las voces resuenan de forma especial, suelen hablar alzando la voz. Hay padres que corrigen a sus hijos indicándoles que están en la iglesia. Son los menos. Lo habitual es que los críos correteen desde cierta seguridad y griten como si aún estuvieran en la calle. Cada vez son menos los que indican a sus hijos la diferencia de comportamiento que conllevan los lugares donde nos encontramos. Es una pena, da la sensación de no saber que han atravesado el umbral y la calle ya ha quedado atrás y se hallan en el interior de un recinto con particularidades propias y donde no es correcto obrar como se hace en la calle.
Hay familias que atraviesan la iglesia mirando alrededor, sorprendidos de no encontrar cosas extrañas. Se ve despreocupación en sus rostros y manifiestan unos gestos de sorpresa porque creían que allí habría obras de arte sorprendentes. Por eso, transitan por el templo como lo harían por un museo. Los símbolos religiosos nos les dicen mucho -¿quizá nada?- o, tal vez no entienden nada. Este grupo va en aumento. Al niño no le sugieren un comportamiento de acuerdo con el lugar, por eso busca su propio entretenimiento en hacer ruido sobre una placa de hierro o apagando las velas que los fieles han depositado, ante la mirada complaciente de sus padres. Solo cuidan de que no se caiga y se lastime, no es poco, piensa uno.
Los menos, entran respetuosos. Se sientan en un banco y susurran al hijo alguna breve oración o le explican lo que significa la imagen de María en aquellas alturas. Es gratificante observar el interés del niño al descubrir un cierto sentido del misterio. “Los niños nunca son ateos porque experimentan la vida como maravillosa”, dice Manfred Lüdtz. Quizá es el momento de enseñar a maravillarse. Pena que para algunos nunca llegue esa lección. Después se quedan en silencio. Ese silencio tan necesario para dirigirse a Dios desde el corazón, apagando los ruidos que pueblan nuestra mente.
Y yo siento pena. Hay un aspecto de la vida humana que queda perdido en esas visitas, la faceta espiritual, sea uno cristiano o no. Muchos son incapaces de abrir a sus hijos la puerta de la espiritualidad; del respeto a los lugares, de contemplar con ojos abiertos el misterio de Dios, o de la naturaleza donde queda patente la mano de Dios. ¿Qué valores les ofrecen? Viajar, andar, estar de paso por todas partes… sin dejarse afectar por nada. Ahí da lo mismo una iglesia que el parque natural de las Batuecas. No hay rituales que les ayuden a distinguir espacios y marcar esos espacios con actitudes propias de cada estancia. Todo se vuelve tierra común donde nada sobresale y donde todo parece tierra baldía.
Subir a la Peña de Francia sólo para eso es desaprovechar una ocasión para ampliar el sentido de la vida a los pies de una imagen de María que, desde el siglo XV, los cristianos han sentido como la puerta más fácil para adentrarse en el misterio de Dios.
Salustiano MATEOS, dominico
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