CUADERNO DEL CAMINANTE

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Cuaderno del caminante

 

 

Entrar en el Santuario con respeto y confianza, pero sin miedo

 

 

Antes de entrar de lleno en el Santuario, déjenme transcribir un texto del que se sirve José Jiménez Lozano, en su magnífica obra “Guía espiritual de Castilla”. Creo que puede ayudarnos a entender mejor la austeridad arquitectónica del conjunto religioso, lo que los arquitectos denominan “fábrica” o construcción hecha a base de piedras o ladrillos trabados normalmente con mortero. En La Peña no hay ladrillo, solo puro granito, ligado con mortero de la época que aumenta la adhesión pétrea. La fábrica se traba en forma de diversos aparejos y conforma los parámetros y plementarías de los paños, así como de estructuras arquitectónicas básicas como arcos, bóvedas y cúpulas. Todos ellos suelen denominarse de manera genérica "estructura fabriles" que permiten la modularidad de la obra; de ahí la denominación de "fábrica" en su conjunto para estos tipos de construcciones.

 

Como comprenderán, de esto no entiendo nada; me limito a consultar. De saber algo es del texto de Isaías: "la piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular" con referencia simbólica a Cristo, utilizado después en los Hechos de los apóstoles 4,8-12; "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en la piedra angular".

 

Comencemos por la cita de J. Jiménez Lozano.

“A nosotros, escribe la marquesa de Maillé, que rezamos en iglesias insípidas y limpias en sus muros, la ausencia de color no nos hace mucha impresión. Pero en un tiempo en que las más pequeñas esculturas estaban pintadas o por lo menos, cuando no había en los muros grandes composiciones pictóricas y los encuadres de las ventanas, las columnas y los salientes, todo, en suma, era un pretexto para pintar y con colores de extrema violencia, los grandes espacios desnudos de los cistercienses debían de parecer lugares de culto de otro mundo… En una época en que el arte triunfaba en los edificios más modestos, la capilla de Claraval era hermosa por todo lo que no había en ella”.

La cita clarifica, en especial el último párrafo. La Peña entraría dentro de esas construcciones modestas, hermosas “por todo lo que no hay en ellas”, “por la ausencia de color que no nos hace impresión”, a no ser por lo diáfana que está. Nada distrae de lo fundamental. En su austeridad, La Peña y su Santuario son bellos y modestos. Por tanto, es hora de entrar en el Santuario.  El Santuario y en él, la Virgen, es el núcleo de La Peña de Francia. De ahí parte toda la energía beneficiosa que hasta el momento les he ido compartiendo semana tras semana. Solemos decir la frase bíblica “la fe mueve montañas”. Todos sabemos bien qué queremos indicar. Pero también podemos decir “Las montañas mueven la fe, o mueven a la fe”. La Peña de Francia y la Virgen remueven las entrañas de la fe, tantas veces adormecida o en rescoldo.

 

Como ya sabemos, cuando Simón Vela con la ayuda del pequeño grupo de lugareños, descubrieron la imagen el 19 de mayo de 1439, comenzaron a levantar una a modo de cabaña con techumbre para cobijar la imagen hallada; a los tres meses y medio, la cabaña se convirtió en una pequeña capilla, que en la actualidad es la parte del presbiterio de la iglesia, con una ligera desviación de la nave central. Pasado un tiempo, se construyeron al lado las capillas de Santiago, San Andrés y el Cristo de la Peña.

 

A los dominicos se les encomendó que se hicieran cargo de la capilla de la Virgen y de la atención del culto y acogida de los peregrinos en el año 1436. No lo dudaron un minuto; sabían que los llamaban “los frailes de María” y qué mejor ocasión para mostrar su devoción y sentido teológico mariano ayudando a los lugareños a avivar la fe y confianza en María, guardada en el corazón de la montaña, que ahora se había vuelto sagrada y morada de Dios, de Ella y su Hijo. El Espíritu tenían que ponerlo, desentrañarlo, entre todos, frailes y fieles.

 

Pronto se quedó pequeña la capilla construida. La afluencia enorme de peregrinos que atrajo la Virgen, hizo que se planteasen una edificación mayor. En 1445, con las aportaciones de los fieles y del rey Juan II y personajes de su corte, se comenzó la ampliación de la Iglesia con las tres naves góticas de la actualidad; un gótico rural, sencillo, sobrio, pero esbelto y diáfano, sin floritura alguna. Las naves quedaron un poco descentradas de la primitiva iglesia, pero no desentonan en demasía. En 1450 la Iglesia quedó finalizada; faltaba una parte del convento. En el s. XVI se construyó la actual sacristía. La portada y la escalinata de entrada se construyeron en la década de los años setenta en el siglo XVII. La torre de 17 metros de altura, es de 1767 según figura en una inscripción junto al escudo dominicano.

 

El material utilizado es casi todo él de granito, transportado a lomo de mulas, jumentos, caballos y bueyes - hasta la cumbre. Trabajo ímprobo que hemos de valorar como se merece. Tal acarreo, si uno se para a pensarlo con detenimiento, es una obra titánica, que solo la fe y la necesidad, unidas, dieron por resultado el Santuario, el convento, la plaza…

 

La zona del presbiterio es la más vistosa dentro de la sencillez del lugar, sin ostentación alguna. Es pequeña, recogida, porque de lo que se trata es que la mirada se centre en el camarín de la Virgen. A lo largo de los siglos ha sufrido variaciones por los añadidos estéticos de cada época, los desperfectos de los años de abandono, los latrocinios sufridos, las remodelaciones pertinentes. Quien más lo ha padecido ha sido la misma Virgen.

 

A derecha e izquierda hay unos pequeños murales del año 1955 del escultor salmantino José Luis Núñez Solé, que rememoran escenas de la historia de La Peña: la visión de la moza de Sequeros, el descubrimiento de la imagen, la entrega por parte de Juan II a los dominicos, peregrinos y lugareños de los distintos estamentos rurales, la coronación de la Virgen en la Plaza Mayor de Salamanca.  Son sencillos, pero elocuentes de los distintos momentos que se han vivido. Sin nadie que los explique, nada dicen, quedan perdidos en el anonimato. Sobresale la jaculatoria que rodea ambas paredes y que viene a ser el lema o motivo central de la oración de cuantos acuden a visitar a la Virgen: “En las culpas y penas de mi pobre alma, la Virgen de la Peña es mi esperanza”. Todos los de la zona se la saben desde niños. A todos los que llegan se los invita a repetirla, a aprendérsela, a que sea el “mantra peñíscola” al que aferrarse.

 

La luz de las capillas laterales está tamizada por cinco vidrieras sencillas, obra de J. Arsenio Arenas cuando hacía sus primeros pinitos artísticos en la época de estudiante. Dan intimidad y luz multicolor muy apropiadas para el lugar.

 

El retablo, lo mismo que el frontis del altar, hoy blanco sin adorno alguno, estuvieron cubiertos de plata cincelada, estilo plateresco, tan propio de las fachadas y claustros de Salamanca. Los franceses se los llevaron ¡cómo no! Hoy, la austeridad nívea es la tónica dominante.

 

Nada distrae de la mirada/oración a la Virgen morena y su Hijo, también morenito.

 

Es una iglesia en la que, al no haber otros adornos, las imágenes son pocas y lucen lo suficiente, no distraen: Santiago, San Andrés, el Cristo, los tres románicos, San José, de madera, entrañable imagen del padre y el Hijo, en una columna, discreto como era, casi nadie se percata de su presencia, cuyo autor es R. Lapayese; un San José que se apoya en su mesa de trabajo, como si estuviese trabajando con la garlopa, mientras, como buen padre, sostiene a su Hijo que intenta distraerlo de su faena.

 

Sto. Domingo de Guzmán, copia de uno del siglo XIII, que se encuentra en las dominicas contemplativas de Zamora y un San Martín de Porres. Son seis imágenes y la Virgen y el Niño, siete. Número perfecto, como los sacramentos, como tantas situaciones en la vida que mantienen la discreción del siete, si no que se lo pregunten a los estudiantes ¡con un siete me conformaría! se los oye decir; yo también lo dije.

 

El pasado verano, un joven dominicano, negrito, residente en San Sebastián, me preguntó quién era aquel santo, ya que nunca había visto un santo negro; se sintió muy identificado, le encendió un cirio y se quedó un rato mirándolo. Le dije que le rezase algo si es que sabía alguna oración.  Estuvo un rato en silencio, observando a San Martín, y se marchó satisfecho. “No lo olvidaré”, me dijo. Luego subió al camarín a ver a la Virgen morena; al bajar me dijo: “Me recuerda a mi madre; el niño me hace sentir como cuando mi madre me sostenía en brazos”. No pude menos de reforzarlo: “Claro, no lo dudes un instante, es tu madre y el niño eres también tú. Seguro que alguna vez fuiste al Santuario de Ntra. Sra. de Altagracia”.  “Si, claro, yo soy de cerca de Higüey; ¿lo conoce?”. “Sí, claro, le dije, estuve allí una tarde. Creo que te vi…”. Reímos. Le dije que Ella y su Hijo, como morenos que son, tienen un especial cariño por los que vienen de América y son morenos de otro sol y otros vientos. “El verano próximo, vuelvo. Bendición, Padre”. Lo bendije. Algo se llevaba. Su sonrisa feliz de dientes blancos lo delataba.

 

La subida al camarín es lo que más gusta a los fieles. Los que no saben, preguntan qué hay que hacer allí. Les digo que besen el manto, miren de perfil a la Virgen y al Niño, den las gracias por algo, formulen un deseo y si quieren, les saco foto desde abajo. Es un poco el ritual cotidiano.

 

Los que saben, saben estar. Se sientan un rato. Guardan silencio. Lo que de su adentro salga hacia la Virgen pertenece al arcano divino y mariano. Están allí sin prisa. Han subido a eso, a visitar a la Virgen. Encienden algún cirio para que su presencia permanezca, van a la sacristía a encargar alguna misa, escriben en el libro de visitas, se llevan algún calendario o estampa de recuerdo; se los nota satisfechos. A veces, te cuentan el motivo de su visita: una promesa, un familiar enfermo, una costumbre desde niños, una acción de gracias, una necesidad interior que les impele a subir y ver/mirar/contemplar a la Virgen; en muchas ocasiones vienen desde lejos, son emigrantes y no quieren regresar sin visitar a la Virgen, o llegan de otras regiones porque han oído…, quieren reconciliarse, participar en la Eucaristía, y ya. No necesitan más. No es poco. En ocasiones y con frecuencia, se explayan, necesitan contar su dolor en este tiempo de pandemia porque algún familiar se ha ido, otros han acudido por primera vez y han quedado impresionados… En fin, las razones del corazón son variadas, todas ellas válidas para Dios y María de la Peña.

 

Si aceptan, los invito a sentarse para explicarles y que no se vayan como vinieron. Les agrada saber dónde están y para qué han subido y lo que se van a llevar. Hay que contárselo con cierta calma y misterio para que valoren lo que en esta montaña sagrada de luz se ha producido a lo largo de seis siglos. Es entonces cuando les cuento la historia de la Virgen y las circunstancias por las que ha pasado; les encanta.

 

Les describo con todo lujo de detalles los murales primero. Después, volvemos al centro/núcleo del Santuario: la Virgen de la Peña. Cómo la encontró Simón Vela, cómo fue trasmitiéndose la devoción, cómo y cuándo llegaron los dominicos para hacerse cargo de aquel lugar y organizar la vida, la construcción paulatina y dura del Santuario y el convento, y cómo la Virgen estuvo a buen recaudo desde 1434 hasta que un 17 de agosto de 1872 -el convento ya había sido abandonado, los frailes expulsados, todo quedaba a merced de los desalmados, como así fue, hasta el 16 de diciembre de 1879, en que uno de los ladrones la entregó, bajo sigilo (secreto) de confesión al Prior de Salamanca-.

 

Les relato cómo quienes la habían robado siete años antes, unos mozos de Sequeros que, entre bromas y veras como suelen ser este tipo de desmanes juveniles, querían llevársela a su pueblo, con la disculpa de que había sido la moza santa de Sequero quien fue la primera en dar la voz de alarma de que la Virgen estaba en La Peña y, de paso (ese debía ser, según dicen algunos, su principal móvil del hurto), intentar que el mercadillo floreciente de la plaza del Rollo, al no estar la Virgen como atractivo central, pasase a su pueblo. ¿O fue una simple trastada juvenil? Más bien se cree que no. Esta es una de las versiones.

 

Otra, también creíble, es que los mozos subieron claramente con intención de robar la imagen, desprenderle su cabeza, que es donde estaba la corona y el rostrillo (adorno entorno al rostro con piedras de valor) y deshacerse del resto, enterrándolo en algún lugar solo conocido por ellos. Ante las reacciones de los pueblos, guardaron silencio, hasta que, como sabemos, según versión de una sobrina del que la entregó, lo hizo bajo secreto de confesión. Lo cierto es que lo que entregó era solo la parte del cuerpo sin cabeza, en un estado deplorable, que se deshacía a poco que se tocase la madera. Es una versión plausible. Estas leyendas se magnifican, se distorsionan y encontrarles su punto de veracidad no deja de ser un riesgo. Qué más da ya, si nada se puede hacer. Lo importante es que no se repitan, pero…quién sabe…, la historia, maestra de vida.

 

Aceptemos ambas versiones y, como en casi todo lo que no tiene certeza, podemos sacar la media. El revuelo fue tal que la búsqueda por los alrededores no cejó, las acusaciones entre los pueblos, las sospechas con nombres concretos sin probar, las subidas a La Peña como desagravio, el dolor tan inmenso de los fieles, las habladurías, leyendas y exageraciones sobre el robo iban en aumento, las amenazas, ni les cuento… de tal forma, que los jóvenes cacos, amedrentados, la envolvieron en sacos y la enterraron en un lugar solo sabido por ellos.

 

Con la complicidad que proporciona una acción tal realizada en grupo, se juraron silencio eterno entre los tres. Ese tipo de juramentos tienen poca consistencia cuando la presión del entorno sube y sube en acaloramiento y sospechas. Hay cosas que se notan. Pasados diecisiete años, uno de ellos cantó en voz baja, escudado, como ya dije, en el sigilo de la confesión. Lo que le entregó al prior era ya un trozo de madera carcomido, húmedo, un leño astillado, sin figuración alguna. Pero menos era nada. Era el cuerpo del delito que corroía su conciencia. El prior de San Esteban, P. Mateo Cifuentes, con suma veneración, fue a llevárselo al obispo de Salamanca, el P. Cámara, agustino, y entre los dos, con sentido común y mejor criterio cristiano, tomaron la decisión de conservar aquel trozo astillado de la imagen, mandando esculpir otra similar conservado en la memoria y en cuadros y grabados de la época, e introducir en el interior de la nueva aquel fragmento mariano tan maltrecho. El escultor madrileño, José Alcoberro, fue el designado para la talla actual. Estamos hablando en torno a 1890 aproximadamente.

 

Aquí no tenía cabida, más bien al contrario, lo que el contemporáneo, más o menos de la imagen primigenia de la Virgen, Alfonso X el Sabio (1221-1284) había dejado escrito: “Quemad viejos leños, leed viejos libros, bebed viejos vinos, tened viejos amigos”. Ese sentido sagrado de lo añejo se había esfumado en un acto vandálico con una imagen secular, pero no pudieron acabar con la fe y la devoción de las gentes del lugar o más lejana; más bien se acrecentó, por estar bien enraizada.

 

Gracias a que, en mi tierra cántabra, la familia Mazarrasa conserva con cariño una copia, “verdadero rostro” lo llaman los historiadores, de la talla original, siendo esta de 1766, copia fidedigna de aquella, que Valentín Mazarrasa y esposa, mandaron tallar y subieron a La Peña para que ambas imágenes se encontrasen, reconociesen, dieran fe de su “sonoridad”, tal y como se conserva en documento original, manuscrito, en fecha y día de autos, con minuciosos detalles de aquella subida/peregrinación a La Peña para dejar constancia fehaciente de tal momento histórico. Que tal talla se conserve magníficamente nos da seguridad y confianza de que nuestra admiración, cuidado y devoción se remonta y entronca a sus orígenes medievales. No es una bagatela ni capricho histórico. Es más bien la historia y sus vueltas en sentido tanto espiral como lineal ascendente. Muchos acontecimientos históricos tienen esa capacidad de espiral/muelle que si se comprimen y se los suelta a su albur, catapultan al futuro lo que estaba agobiado, oprimido, recuperando su libertad. La Virgen de La Peña de Francia siempre catapulta y lanza más allá. No queda estática, sin dinamys o potencia alguna. Y menos aún, impasible; la que habita en Cantabria, tampoco.

 

¿Les parece bien que por hoy lo dejemos aquí para continuar en el siguiente capítulo?

 

Contar la historia pormenorizada y sus desatinos, ¿verdad que cansa? No deseo cansarlos, sino que mantengan la expectativa de La Peña y sus vicisitudes. Tengan paciencia… Sin horizonte de expectativas la vida es muy rala y corta de miras; y en La Peña hay mucho que mirar y ver, no solo el paisaje exterior, sino también el paisaje interior. ¿A que sí?

 

 

 José Antonio SOLÓRZANO O.P.