CUADERNO DEL CAMINANTE |
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Los informativos de televisión han mostrado durante el mes de julio imágenes desoladoras de una parte del paisaje que se contempla, sorpresa y admiración, desde la Peña Francia. Tras dejar atrás la llanura acercarnos al pie de la montaña, habiendo superado El Cabaco, vamos descubriendo un paisaje que contrasta con esa llanura árida donde solo crece la encina. De repente, aparece un paisaje boscoso, donde el roble, el pino y el brezo, arropados por los helechos, van dando a la subida a la Peña un tono sorprendente. El bosque ha crecido airoso y esa subida se convierte en un descanso para la vista que va buscando entre los árboles el Risco donde se asienta el Santuario. Allí está la imagen de María que, desde tiempos antiguos, atrae a los hombres para encontrarse, más fácilmente, con lo sobrenatural. Todo ese bosque que nos acompaña en la subida es un escenario frágil, expuesto a las inclemencias del tiempo y a la insensatez de las personas. En cualquier momento puede quedar arrasado y convertirse en un bosque fantasmal. Es lo que nos ha recordado este mes de julio.
La parte que va adentrándose en la Provincia de Salamanca, desde la zona de las Hurdes, se ha visto estos días ardiendo de forma persistente. Han sido días de incertidumbre, temor y ansiedad. Todo dependía del viento y su capricho, para ver cómo avanzaban las llamas hacia un lado u otro. Ese amplio paisaje que se contemplaba desde La Peña, hacia el suroeste, fue eso, hermoso, alegre, con un verdor que serenaba la mirada. Era un paisaje de pinos, carrascas, brezo, pespunteado, de cuando en cuando, por pedrizas grises que ponían un contrapunto de austeridad a toda la alegría de esas sierras. El fuego, poco a poco, acompañado por la angustia de las gentes, se ha ido apoderando de esa zona de las Hurdes que bordea la provincia de Salamanca, extendiendo su voracidad destructiva a los campos de los pequeños pueblos que conforman la parte occidental del paisaje peñíscola.
El fuego, con esa fuerza destructiva que nada lo detiene, ha ido apoderándose de las sierras de Las Hurdes, el término de Monsagro, y ascendiendo por la Hastiala, ha ido alargándose por las tierras de El Maíllo, Morasverdes, El Tenebrón y Guadapero.
Esas montañas que causaban admiración a los visitantes de La Peña, tanto por su carácter escarpado, como por el verdor que se expandía a lo largo de esos valles, han quedado convertidas, en buena medida, en un paisaje un tanto desolador. El fuego ha devorado una gran parte de esos montes y ha sembrado la tristeza y el desconcierto en sus pueblos.
El desalojo llegó inesperadamente. El humo hacía peligrar la vida de las personas y, con lo mínimo, hubo que encaminarse hacia Ciudad Rodrigo donde todo el mundo fue acogido con generosidad. Esa generosidad que brota entre los pueblos de alma abierta para dar sin medida a quienes de forma inesperada se han visto arrojados de sus casas.
El paisaje que se extendía por las montañas que bordean La Peña de Francia ha cambiado. Vemos manchones negros en las laderas; árboles como esqueletos que recuerdan lo que en otro tiempo fue, en su mayoría, vida y verdor.
Poco a poco y, con cierta alegría y expectación, parece que las personas regresan a sus casas, a sus costumbres, llevando dentro el susto vivido. La vida vuelve a los pueblos. Imagino que el temor todavía sigue vivo en los habitantes de aquellas tierras.
Arriba, en la cumbre de la montaña, María sigue contemplando el ir y venir de las gentes. Este verano serán muchos los que llegarán a dar gracias por lo salvado en esos fuegos. También seguirán llegando quienes, con el alma acongojada por las circunstancias de la vida, vendrán a pedir. Es bueno pedir, dejar ante su imagen nuestras angustias y dolores, también nuestras esperanzas. Es lo que los cristianos han venido haciendo desde el siglo XV. Ella lo recoge y sabe qué hacer con lo que allí dejamos. Ella seguirá mirando cariñosa a cuantos, por un motivo u otro, se acercan hasta su hogar, su santuario. Allí se puede recobrar la esperanza y la seguridad de que María seguirá orientando nuestro camino. Nunca como ahora, podemos repetir la plegaria: “En las culpas y penas de mi pobre alma, la Virgen de la Peña es mi esperanza”. Y es que hay mucha pena por estos valles.
Este verano serán muchos los que lleguen solo a mirar los estragos del fuego. Han sido muchos días escuchando y viendo cuanto por esas montañas ha sido preocupación y dolor y eso aviva la curiosidad. En el santuario quedará depositado el dolor y la esperanza, la tristeza y el consuelo que tejen la vida de los humanos. Y, sobre todo, una fe profunda en el Creador de todo, que ha querido que en esta imagen hallemos fuerza para continuar en la brecha. Esa imagen de la Virgen morena seguirá siendo ese punto de luz que concite la mirada de todos, desde la confianza en que Ella seguirá siempre junto a sus hijos. Ahora más, porque más la necesitan.
Salustiano MATEOS, dominico
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