CUADERNO DEL CAMINANTE

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Cuaderno del caminante

 

 

LA COMPAÑÍA DE QUIENES NO HABLAN… ¿O SÍ?

 

 

Los pájaros son clarines entre los cañaverales

que le dan los buenos días al sol de Dios cuando sale.

 

Cecilia Bohl De Faber

 

 

Pasear por la Peña de Francia cuando comienza el día, es sentir el despertar de las pocas familias de aves que viven en estas alturas, un tanto desangeladas a esas horas. Hasta aquí no llegan los mirlos, ni los jilgueros; tampoco ruiseñores, ni malvises.

 

Abundan pequeños pajarillos, de color marrón oscuro, puede ser el “cetia ruiseñor”, quizá. Son pequeños y saltan de escoba en escoba,  asentándose desconfiadamente en las rocas buscando el calor del sol; emiten suaves sonidos entrecortados, sin ninguna consistencia. Imagino es la forma de saludarse y avisar de peligros imprevistos. Nunca exhiben una melodía continuada de trinos alegres.

 

Un poco más tarde, cuando el día se va asegurando, comienzan a verse los buitres. Su tamaño es considerable y ascienden con facilidad a las alturas desde donde fijan su mirada en sus posibles víctimas. Vuelan con solemnidad, en círculos y, al contemplarlos, cualquiera podría pensar que disfrutan de esa cualidad de surcar el cielo sin prisas y como deleitándose en llegar hasta donde llegan.

 

Estos no cantan, ni chirrían, ni se saludan con graznido alguno; sólo se desplazan con calma esperando localizar los despojos de alguna “capra hispánica” que ha acabado sus días en un accidente, o colmada de años en cualquier recoveco. Vuelan en círculos, en grupo de seis o siete parejas. Vuelo majestuoso parece, pero es vuelo del ojo certero asesino.

 

En las tardes aparecen los cuervos. Visten ese negro intenso que da brillo a su plumaje. Nunca han sido parte de mi círculo de simpatía. Me recuerdan películas de terror. Tienen ese aspecto frío y lúgubre que parece dotarlos de misterio. Son desconfiados y nunca se acercan donde presientan seres humanos. Se manifiestan huidizos, quizá con razón. Son asiduos y se posan con descaro en la parte sur del convento.

 

Saben que por allí pueden encontrar alimento sin hacer demasiados esfuerzos, pero nunca permanecen en el sitio si hay alguien observándolos; enseguida emprenden el vuelo. Con el paso del tiempo, he acabado por contemplarlos con simpatía. Vuelan en pareja, se dice que son monógamos y, cuentan los que saben que forman pareja para toda la vida.

 

Así los veo al atardecer. Entre sus costumbres está la de volar hasta la cruz de Unamuno. Es un lugar seguro. Desde allí contemplan despectivamente la carretera y sus transeúntes, sobre todo los coches que suben o bajan tras la visita al Santuario. Observar su costumbre me hace pensar que van allí, tras haber recorrido sus caminos y haber realizado sus trabajos y regresan a descansar.

 

Mientras, contemplan el paisaje y el paisanaje, de forma un tanto displicente, uno pensaría que se cuentan sus cuitas, o se expresan su cariño fiel o, sencillamente, esperan sin prisas a que decline el día para volver a nadie sabe dónde y reposar la noche para volver a retomar sus rutinas diurnas, a nadie sabe qué… ¿Dónde pasan la noche? Es un misterio. Tienen muchos lugares donde cobijarse y disfrutar su compañía, pero jamás se ven sus nidos, ni sus crías o el rastro de un mullido nido donde alimentar descendencia.

 

Cada vez que los veo, junto a la cruz de Unamuno, fieles e invariables en su ritual, voy sintiendo una cierta simpatía hacia ellos, como ya he dicho. No son familiares, pero parecen obstinados en mantener sus ritos y, al contemplar su fidelidad, da la sensación de que la necesidad de asegurarse el cariño del otro, algo inmerso en todos, también se da en ellos.

 

Tener la seguridad de que quien nos quiere sigue siempre ahí, es motivo de tranquilidad y alegría. Los momentos del día, buscando su comida o cuidando de su nidada, los mantiene ocupados individualmente. Por eso, al final de la jornada, parecen saborear el atardecer y, cansados de tanto vuelo, se fijan a la roca disfrutando de la presencia del otro. En aquella roca unamuniana pasan un tiempo indefinido. Cuando el día parece ir muriendo, levantan el vuelo y desparecen. Vuelan juntos, guardando la distancia, pero dirigiendo sus alas en la misma dirección. Regresan al hogar contentos de lo que han vivido.

 

Cuando los contemplo en los días calurosos del verano, me surge la pregunta de cómo será su invierno, dónde se refugiarán cuando los días sean duros y el frío intenso se cuele en todos los recovecos de las peñas. Seguro que están a buen recaudo. Cada verano, ellos siguen en la altura y nos manifiestan que es tiempo de sonreír. El verano solo tiene un protagonismo que el invierno le había robado: que todo vuelve a revivir.

 

 

 

Fr. Salus MATEOS, dominico