Desde hace un tiempo en ciertos barrios de nuestras ciudades proliferan los locutorios telefónicos, muy diferentes de los de aquella España cuando no se habían universalizado los teléfonos particulares.

            Los actuales locutorios son lugares extraños, donde se hace de día justo cuando empieza a oscurecer y los relojes en sus paredes señalan horas distintas: la real y la de las emociones, que también es real. Puede, pongamos por caso, que el que llama ya haya terminado su jornada laboral y sus palabras y besos a miles de kilómetros apenas reciban el día. Porque su cuerpo está en la cabina 6, a sólo unas manzanas del mercado del valenciano barrio de Ruzafa, pero su cabeza está allá lejos, en otro huso horario. Y así, decapitados, enfermos de distancia, conversan cada dos jueves con sus novias, con sus hijos y hermanos, y se envían palabras de amor, besos a cuenta, apenas una muestra de lo que vendrá.

            Los locutorios son territorios míticos, ajenos a la tiranía de Greenwich y sus meridianos. Los relojes se contradicen en sus paredes y todos los teléfonos son el de la esperanza. En sus cabinas se acumulan risas, saludos, lamentos. Promesas de amor eterno en la 5, reproches a media voz en la 8, y en la 2 un llanto sordo, desconsolado, que inunda la 3 y la 4, entristeciendo los consejos de una madre a su hija la mediana y el relato de la reciente Primera Comunión. Los gritos de alegría de la 7, sin embargo, suenan a regulación, suenan a regreso; su aliento de posibilidad atraviesa las frágiles mamparas y acorta la distancia de la 1, los silencios de la 9, alimenta las calladas esperanzas de la 10.

            En los locutorios, el dolor y la alegría conviven con una proximidad insoportable, de vecinos mal avenidos. Resulta difícil decir de quién es esta lágrima, de quién aquel grito, al escuchar al otro lado la voz de un hijo, de un hermano. Los reencuentros se mezclan con las despedidas; los giros bancarios, con las promesas; los enfados, con las reconciliaciones. Se escuchan saludos, silencios, diagnósticos; se escuchan mentiras delicadas, groseras verdades. Los enamorados se juran fidelidad en las cabinas pares, las impares se llenan de dudas, reproches, rupturas. Todas sus emociones se mezclan en la atmósfera cargada del locutorio. No hay banda ancha que pueda con tanto.

            Un locutorio es un túnel de pruebas para las emociones. Quizá por eso, al acabar la jornada, el local parece un poco más viejo. El desteñido color de las paredes se cuartea bajo las pieles sucesivas de avisos, anuncios, carteles. La hilera de fluorescentes que lo ilumina parpadea cansada, el suelo lleno otra vez de emociones, de dudas, de ausencia. Lo reformaron no hace tanto, pero un día más parece agotado.

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