El atroz incendio del pasado 15 de abril en la catedral de Notre Dame de París, símbolo de Francia, pero también del conjunto de la cultura europea, testigo de siglos de historia y de hechos que han ido configurando nuestra identidad común, ha provocado grandes manifestaciones de tristeza entre gobernantes, personalidades y gentes de a pie. Y al punto ha surgido el firme compromiso de restaurar la parte dañada del templo, sea cual fuere el coste en tiempo y en dinero. Las donaciones han alcanzado cifras muy elevadas y este es solo el comienzo.
     Sin duda, estas reacciones de condolencia están más que justificadas y lo está también el propósito de restauración. Sobre todo en estos momentos, en que el Brexit daña la unidad de Europa, aumenta el número de euroescépticos en los distintos países y las posiciones se polarizan, produce una enorme tristeza la posible desaparición de esa bellísima catedral gótica, que es parte de nuestra historia común. La única buena noticia es que no ha habido desgracias personales.
    Pero, lamentablemente, sí las hay a diario en otro símbolo de Europa, no construido por seres humanos en este caso, el mar Mediterráneo, el que recibió el nombre de nuestro mar. Nuestro, pero no de otros al parecer, porque se ha convertido en un cementerio de quienes lo cruzan pugnando por la supervivencia. En ese mare nostrum sí que hay que lamentar desgracias personales a miles y no se producen esas unánimes reacciones de consternación, ni hemos sido capaces de articular una respuesta común para salvar vidas y ejercer la secular virtud de la hospitalidad, no sólo personalmente, sino también desde las instituciones de nuestro proyecto común. ¿Es este un caso flagrante de aporofobia, de desprecio y rechazo a los pobres, que contrasta con las adhesiones que reciben los bien situados? ¿No debería formar parte del corazón de Europa el esfuerzo denodado por acoger a los vulnerables, por incluir a los que el juego político internacional ha dejado a su suerte?
    Estos días en la prensa ha aparecido reiteradamente el nombre de Victor Hugo y con toda justicia, porque en esa magistral novela de 1831 que es Nuestra Señora de París, el autor convirtió a la catedral en un icono de la ciudad. Y es preciso reconocer que los símbolos unen, pero unen por todo aquello que simbolizan, en el caso de Victor Hugo, también por una constante de su obra: la atención a los excluidos y los rechazados, a Quasimodo y la gitana Esmeralda y, más tarde, en Los miserables, a Jean Valjane y Fantine.
    A lo largo de la historia se han ido tejiendo en Notre Dame valores universalistas, tanto cristianos como laicistas, en una pieza de orfebrería de lo que debe ser una sociedad pluralista y abierta a otras formas de pensar. Entre ellos, cuenta como innegociable la atención a los más vulnerables, como una cuestión de justicia. ¿No debía ser ese el corazón de Europa, la entraña de un proyecto al que de ningún modo podemos renunciar?

                                               Adela Cortina EL PAIS (18 abril 2019) pág. 31

 

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