Creo que a muchos les suena más o menos la “parábola del buen samaritano”, hermosa enseñanza de Jesús de Nazaret que recoge el Evangelio según San Lucas (10,25-37).

En este verano de 2006 apareció, en la sección de deportes de diversos medios de comunicación, una noticia que, como mínimo, generaba estupor: el neozelandés Mark Inglis, el primer alpinista con las dos piernas amputadas que llegaba a la cima del monte Everest, declaraba que una cuarentena de escaladores habían pasado sin prestar ningún tipo de auxilio al escalador británico de 34 años David Sharp, que agonizaba a 300 metros de la cima y que finalmente murió. ¡Increíble, cuarenta personas habían pasado al lado de alguien que necesitaba ayuda y no se detuvieron sino que siguieron andando para llegar a la cumbre!.

Cuando se difundió la noticia, se escucharon opiniones y comentarios de todo tipo, que iban desde la indignación (“No pueden ser considerados escaladores”) hasta la justificación pues era imposible ayudarle dado que se encontraba en la que se conoce como la “zona de la muerte”, situada por encima de los 8.000 metros, lo que hace imposible el traslado del enfermo a una zona inferior. Todos tenían argumentos contundentes que justificaban la posibilidad o imposibilidad de salvar la vida a Sharp. Pero hubo una opinión que hizo cerrar muchas bocas. La expresaba sir Edmund Hillary, el alpinista neozelandés que coronó el Everest junto al sherpa Tenzing Norgay en 1953. Hillary dijo: “Creo que, en conjunto, la actitud con la que se escala hoy el Everest es un horror. A la gente sólo le interesa llegar a la cima y no le importa lo más mínimo que alguien pueda estar en apuros. Durante mi expedición, de ninguna manera hubiéramos dejado morir a un hombre bajo una roca. Simplemente no hubiera sucedido. Si tienes a alguien que te necesita mucho y tú tienes fuerzas, entonces tu obligación es hacer todo lo posible para bajar a ese hombre, y el hecho de llegar a la cumbre se convierte en secundario”.

El caso es que no fueron ni uno, ni dos, ni tres. Fue una cuarentena de individuos que miraron de refilón, vieron el dolor y no se acercaron. Además, parece ser que no es la primera vez que algo tan atroz sucede cerca de la cima de un pico mayor de 8.000 metros. Pero hasta que Mark Inglis habló, el secreto estaba bien guardado.

Al día siguiente, los medios recogieron una nueva información que aportaba un matiz significativo. Dawa Sherpa, guía de altura de otra expedición, se detuvo, dio oxígeno a David Sharp e intentó ayudarle a moverse repetidamente durante casi una hora. Al parecer, Dawa prestó su ayuda en unas condiciones extremas con un frío de 38 grados bajo cero. Sus esfuerzos fueron vanos, ya que David, inconsciente y sin fuerzas, no consiguió mantenerse en pie ni tan sólo con la ayuda de los hombres que iban con Dawa. Era demasiado tarde. El sherpa, frustrado e impotente, tuvo que dejarlo no sin desconsuelo y lágrimas de rabia en los ojos. Al parecer, ni tan sólo con dos expertos escaladores era posible acometer el descenso con garantías para los tres hombres. Por fin aparecía algo humano: la compasión, la solidaridad, el intento de ayuda reiterado, la fuerza puesta al servicio no de la propia vanidad, sino de la ayuda al otro, y luego la frustración, la resignación y el llanto. Era lo que hacía más soportable la náusea provocada por la lectura de los artículos del día anterior. Hubo por lo menos un hombre entre más de cuarenta que actuó como tal: que se acercó y lo intentó hasta que, rendido, abandonó.

No es una parábola, es una triste realidad de lo que sucede en miembros de la especie humana hoy. ¿Dónde está la ética, la alteridad, el sentido común, la compasión? ¿Dónde está, en definitiva, la calidad humana?

Parece que para una parte muy importante de los que intentan llegar a la cumbre, sea de la naturaleza que sea, nada les importa excepto el propio éxito. Al leer la noticia pensé que si para alcanzar las cimas geográficas se viven historias tan repugnantes cargadas de egoísmo, cómo no va a ser así en las cimas del poder político, empresarial o en cualquier otro. Sólo siendo profundamente cínicos y ególatras podemos encontrar “argumentos razonables” que justifiquen dejar de lado el mínimo gesto de bondad porque ésta a veces va en contra de la eficacia, la eficiencia o el propio éxito. Así, es fácil hallar “lógicas evidencias” que defiendan la esterilidad de la compasión, la ternura y la caridad. En efecto, para el ególatra o el narcisista existen siempre motivos que, desde la avidez y vanidad sin límites, permiten pasar de largo de los problemas ajenos y volver a casa sin ningún remordimiento.

Todo parece valer para salir en la foto de la cumbre y aparentar ser alguien importante. El minuto de gloria personal no puede verse frustrado por el vecino aguafiestas al que le da por morirse cerca del que quiere ser campeón. Lo que cuenta, para esos que pasan de largo y buscan desesperadamente su propio éxito, es la imagen con la sonrisa en los labios, no importa si aparecen despeinados por el viento, porque se sienten orgullosos de sí mismos por ser tan guapos y sobre todo tan estupendos.

Es un triste futuro el que le espera a la especie humana si seguimos así. No sólo en lo que respecta al alpinismo, claro. Y todos vemos muchas fotos de personajes lamentables, los “presuntos triunfadores” según esta escala de valores.

Aunque, tras el conocimiento de esta historia, nos queda una pequeñísima esperanza. En el caso que nos ocupa, se trató de un sherpa entre una cuarentena de occidentales. Por lo menos consuela pensar que hay un 4% de personas que se detienen y hacen todo lo que pueden para que otro sufra menos o pueda vivir.

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