El hambre tiene un rostro nuevo. La frase es de Josette Sheeran, directora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU. El aumento del precio de los alimentos está incrementando el número de personas que pasan hambre en el mundo, algo que nadie podía imaginar a principios de este siglo XXI, cuando, en teoría, los países más ricos se habían comprometido, precisamente, a alcanzar los llamados Objetivos del Milenio (“¿Qué es eso de acabar con el hambre en el año 2010? ¡Hay que acabar ya, y hay posibilidades de hacerlo! Es un deber”, ha afirmado recientemente Adela Cortina).
Lo que está ocurriendo, al menos con respecto al hambre, es justamente lo contrario. Sheeran aseguró en una reciente entrevista que "las familias en países en desarrollo [lo que antes se denominaba “Tercer Mundo”] están pasando de hacer tres comidas al día a tan sólo una y están abandonando las dietas diversas para consumir alimentos básicos". La ONU, anunció, esta planteándose la posibilidad de reducir las raciones de ayuda o, incluso, el número de personas que reciben ese apoyo alimentario "si los donantes del programa no aportan rápidamente más dinero" para pagar esos alimentos repentinamente encarecidos.

Actualmente los periódicos de muchos países del Caribe, África y Asia dan cuenta de tumultos provocados por grupos enfurecidos por la carestía de los alimentos. Nada de ello ha despertado en las sociedades más desarrolladas ni la mitad de atención que la crisis financiera que les aqueja. De hecho, los gobiernos y las instituciones de Estados Unidos y de Europa han reaccionado de manera rapidísima para atajar las consecuencias de esa crisis. La rápida respuesta a la crisis de la avaricia, como se merecería ser conocida esta crisis financiera, es todavía más notable porque realmente no era fácil predecirla. De hecho, todavía hoy no se sabe cuál es exactamente su alcance y profundidad.

Toda esta rapidez ante algo poco previsible o estudiado que afecta a nuestros bolsillos se vuelve lentitud, racanería y dejadez para hacer frente a algo que afecta a los estómagos, como denuncia Sheeran. Y sin embargo esta crisis alimentaria era absolutamente previsible: es cierto que el cambio climático, las sequías e inundaciones, han reducido las cosechas en muchos países, pero básicamente la crisis está provocada por hechos y decisiones políticas con efectos claramente estudiados y anunciados. Si la hambruna, con todo lo que eso significa, se extiende, esta vez nadie podrá decir que no sabía lo que iba a pasar. Simplemente, no se habrá hecho nada lo suficientemente rápido ni lo suficientemente eficaz.

Algunos expertos consideran que esta crisis alimenticia podría, quizá, convertirse en una oportunidad para corregir definitivamente algunos de los mayores problemas que padece la agricultura en los países menos desarrollados. En teoría, el incremento del precio de los alimentos debería beneficiar, por ejemplo, a los pequeños productores de esos países, pero la realidad es que hasta ellos no está llegando prácticamente nada de ese beneficio. Si se garantizara su acceso a las ganancias provocadas por los nuevos precios y se aprovechara para invertir en la modernización de la agricultura de esos países, se podría corregir parte de los males de la crisis.

Lo peor de todo, y desgraciadamente lo más probable, es que los beneficiados acaben siendo los grandes productores, con capacidad para almacenar alimentos y para especular con su llegada al mercado.

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