Muy probablemente hayamos visto el vídeo de la agresión de la adolescente ecuatoriana en el tren de Cercanías a primeros de octubre. En él también aparecía un muchacho que presenciaba el hecho sin hacer nada. Quizá hemos visto una y otra vez la espeluznante escena y verificado su pasividad, la patética manera en que se esforzaba en mirar para otro lado. Y la califico de “patética” porque, al verlo, sientes vergüenza ajena y piedad por él, así como una enorme inquietud ante la inevitable pregunta que te brota sobre qué habrías hecho en su lugar.

            Ese chico fue otra víctima de aquel energúmeno (tampoco se entiende mucho por qué el juez no toma medidas más fuertes con alguien tan feroz). En su miedo paralizador es probable que influyó su condición de inmigrante. Él mismo ha declarado que estos ataques racistas son bastante comunes, y eso va creando un sentimiento de inseguridad, de fragilidad.

            Y es que desgraciadamente este sentimiento de inseguridad, de fragilidad, va adueñándose cada vez más de los que vivimos por lo menos en las grandes ciudades (recuerdo la cada vez más profética excelente novela y película La Naranja mecánica). Va comiéndote por dentro y haciéndote más vulnerable a la intimidación, más entregado a la derrota. A la propia humillación de tu cobardía. Pero es que, además, sin duda era peligroso enfrentarse a ese tipo.

            Es peligroso oponerse a los violentos, de ahí el mérito de quienes lo hacen. Este vídeo se hizo público al mismo tiempo que la historia de Daniel Oliver, el héroe de 23 años que murió de un golpe por socorrer a una chica que estaba siendo agredida por su novio. He aquí otro caso estremecedor que vuelve a picotearte las entrañas: ¿sería capaz de actuar como él? Esa duda es inherente a la condición humana, la duda de los propios límites, la incertidumbre sobre el fondo más extremo de uno mismo: allí, en lo más hondo, ¿qué pesará más: el miedo o la propia dignidad?

            Vienen a mi mente los versos de Martín Niemöller, el pastor protestante recluido durante seis años en los campos de exterminio nazis:

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
me callé: yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
me callé: yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
me callé: yo no era judío.
Cuando fueron a por mí,
no hubo nadie más que hubiese podido protestar.

¡Ojalá la vida no nos ponga en una de esas situaciones límite,
porque podemos reaccionar como el chico del tren!

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