Indonesia sufrió el pasado 27 de mayo otro devastador desastre natural que ha dejado más de 3.000 muertos, miles de heridos y un número aún desconocido de personas sin hogar en la isla de Java, la más poblada del país. Un terremoto de 6,2 grados en la escala de Richter sacudió la histórica ciudad de Yogyakarta, cuyos habitantes huyeron despavoridos de sus casas por temor a un nuevo tsunami, como el que en diciembre de 2004 arrasó la provincia de Aceh y las costas de otros 12 países con la muerte de más de 230.000 personas. La respuesta ofrecida por el conjunto de la comunidad internacional tampoco se ha hecho esperar.

Y es que el pasado 2005 ha sido bautizado por muchos como el año del tsunami , fue una tragedia con pocos precedentes en la historia reciente de la Humanidad. Igualmente excepcional fue la respuesta ofrecida por el conjunto de la comunidad internacional: en pocas semanas recabó más de 10.000 millones de dólares en concepto de ayuda. Aparte de ese tsunami, otras tragedias marcaron el año 2005. Recordemos el terremoto en Pakistán e India, donde 75.000 personas perdieron la vida. El paso del Huracán Stan por Guatemala dejó un reguero de unas 1.500 víctimas. No menos mortífero fue su homólogo, Katrina, por la costa sur de EEUU. Indonesia, China, Irán, Nigeria, Afganistán, Bangladesh, Vietnam, Haití o México, fueron igualmente otros de los escenarios donde la peor cara de la naturaleza se hizo presente.

Pero el tratamiento mediático e institucional que se ofreció de estos dramas humanitarios contribuyó a reforzar determinados mitos que impiden comprender su esencia y magnitud , esto es, el verdadero papel que juegan las organizaciones humanitarias y los países donantes, o las consecuencias que esto supone para otros cotidianos y olvidados contextos de crisis. Pero ni los desastres naturales son siempre irremediables, ni Occidente es la mano caritativa y bondadosa dispuesta a asistir a los más necesitados, ni la ayuda es estrictamente desinteresada y altruista, ni los medios de comunicación se ciñen siempre a la realidad.

1. Las “catástrofes naturales” no son tan naturales. A diferencia de la lógica fatalista con la que se explicaban hace unas décadas la existencia de estos desastres, estamos cada vez más firmemente convencidos de que no tienen raíces solamente naturales sino también otras causas: a menores capacidades (humanas, físicas o tecnológicas), mayor vulnerabilidad a padecer y hacer frente a una determinada tragedia. Y es que no es nada casual que cada desastre natural acontecido en un país considerado como de desarrollo medio o bajo, provoca doce veces más víctimas mortales que uno acontecido en un país de desarrollo humano alto. Sin olvidar, la incidencia de procesos ambientales (como la deforestación o la desertificación), que habitualmente también tienen lugar en contextos de empobrecimiento, que contribuyen fehacientemente a dicha vulnerabilidad.

  2. “No es oro todo lo que reluce”. Si bien es cierto que la respuesta internacional no tiene precedentes, es importante desmitificar dos aspectos.

En primer lugar, la ayuda entregada en materia de cooperación mundial, es muy inferior a la que los países empobrecidos transfieren al Norte anualmente en concepto de servicio de la Deuda Externa . De este modo, mientras el Norte cada año destina 50.000 millones de dólares para su política de cooperación, el Sur se ve obligado a pagar 250.000 millones de dólares (esto es, cinco veces más) como consecuencia de los intereses generados por la Deuda que el país en cuestión adquirió, muchas veces, bajo regímenes tiranos o dictatoriales que dedicaron buena parte de los préstamos a comprar armas o a su disfrute personal.

En segundo lugar, esta ayuda, supuestamente desinteresada, en muchas ocasiones está condicionada a intereses políticos (se “recomienda” a los Gobiernos receptores llevar a cabo una u otra medida política en aras de poder recibir la ayuda) o económicos (se estipula una cláusula en la que el país receptor está obligado a comprar material del país emisor). El Gobierno español ha sido especialmente pródigo en este último aspecto mediante sus llamados y controvertidos “créditos FAD”, los cuales han supuesto el 80% del tipo de ayuda dispensada por España a otros países.

  3. El concurso de la “solidaridad”. Si bien las ONG han logrado trabajar eficazmente en los países afectados por la pobreza o el sufrimiento humano, y han conseguido convertir la cooperación y la solidaridad en una preocupación de muchos, algunas también han favorecido determinadas prácticas peligrosas que merece la pena apuntar .

Primero, la gran mayoría no son tan “No Gubernamentales” como su nombre indica, ya que dependen y batallan por las migajas de la “caridad internacional” que reparten los Estados. Segundo, algunas contribuyen a difundir un sentido de la solidaridad totalmente simplificado y mercantilista, ofreciendo píldoras de satisfacción al opulento y poderoso Occidente y pervirtiendo el genuino significado de la solidaridad: “apadrine a un niño por un euro al día y le dará de comer”, “envíe un SMS para salvar a los mutilados de Sri Lanka”, “apoye la Gala de famosos comprometidos con la lepra en el mundo”. Por último, su acción puede también hacer empeorar la situación en los lugares donde intervienen: puede generar dependencia, contribuir a la perpetuación de regímenes dictatoriales, desincentivar la economía local, etc.

  4. El sufrimiento hecho espectáculo. La dinámica muchas veces utilizada por los medios de comunicación en el tratamiento de las crisis y de los conflictos es la de perseguir la espectacularidad de la noticia y de la imagen reforzando una lógica inmediatista que elude un análisis profundo y estructural del contexto en cuestión . Así, los medios de comunicación, carentes de independencia y sujetos a la dictadura del beneficio y del interés empresarial, determinan lo que es y lo que no es noticia, condenando al ostracismo a numerosos contextos cotidianos de sufrimiento.

  5. Crisis humanitarias de primera, segunda y tercera. Basta con hacer la prueba: preguntar a cualquier ciudadano medianamente informado cuántas guerras cree que hay actualmente en el mundo. Muchos no sabrán citar más que dos: la guerra de Iraq y el conflicto de Palestina-Israel. En el mejor de los casos, se acordará de Colombia, e incluso de Chechenia, pero obviará el cotidiano derramamiento de sangre que tiene lugar en Sudán, Costa de Marfil, Somalia, República Democrática del Congo (conflicto que según la ONU deja más de mil muertos diarios), Uganda, Burundi, Argelia, Nepal, Filipinas o Sri Lanka, entre otros. Es el fruto de la funesta lógica mediática, de la “tiranía de la comunicación”, de la escasa o desapercibida existencia de información alternativa o de la alarmante connivencia de la opinión pública.

El caso es que existen contextos de crisis “de primera”, “de segunda”, e incluso “de tercera”. Hecho que acaba teniendo una plasmación evidente en la conducta de los países donantes y de sus opiniones públicas. Si no, ¿cómo se explica que en 2005 la crisis del tsunami haya concentrado buena parte de la ayuda humanitaria global en detrimento del drama diario que sufren muchos congoleses? ¿O por qué no se produjo la misma movilización internacional tras el terremoto de Pakistán que tras el de Indonesia?

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